jueves, 21 de febrero de 2013

Wishes

Los Reyes Magos ya han pasado, para mi cumpleaños quedan meses, pero hoy me ha dado por soñar. Las wishlists están de moda, y hoy, en alguna parte desde el trayecto de mi casa B a mi casa A, me ha venido a la mente una lista. Una lista de propósitos. Bueno, más que propósitos, deseos. No son cosas, por lo general, que vaya a esmerarme mucho en conseguir. Espero, en cambio, que la vida me agasaje con ellas. Sí, como pequeños premios por hacer no sé muy bien qué. 

Ahí van. Perdonad la frivolidad, porque algunas cosas son materiales, aunque reconozco que detrás de todas ellas se esconden emociones, sensaciones que serían nuevas para mí, y que son lo que realmente anhelo. El orden es aleatorio.

Quiero embriagarme de Coldplay en uno de esos directos que veo por Youtube con la baba colgando. Ojalá, ojalá, ojalá. Un concierto más. EL concierto. Las notas de mi vida, de mis tristezas, mi alegría. La banda sonora de largas caminatas buscándome (y encontrándome) a mí misma. Qué fantástico será.

Quiero viajar en un Mini. Un Mini One blanco y negro. Probablemente ya estará pasado de moda cuando tenga el dinero suficiente para cazarlo, si es que no lo está ya. Pero no sé, de alguna forma ese coche se ha convertido en un fetiche para mí. Un vehículo de cuatro ruedas me separa de muchas cosas. De la libertad de ir y volver a mi antojo. Sí, para eso me vale cualquier coche, pero puestos a elegir... Es que me pega un montón.

Quiero locutar. Mi propio programa o el de cualquier otro. Volver a escuchar mi voz en unos cascos, aunque sean de esos maltrechos cuya espuma se deshace. Quiero recuperar ese amor que hallé el verano de 2011 y no separarme de él: la radio.

Quiero tener un perro. Cuando mi Romi me dé permiso, dentro de muchos, muchos años. Un perro grande, enorme, cuanto más mejor. Un Dálmata, un Gran Danés... ¿Qué cómo me las voy a apañar para sacar de paseo a semejante mastodonte con mi escuálida anatomía? Ni idea. Aquí abordaré los "qués", no los "cómos". Esto es un post de deseos, y claro, hay algunos imposibles.

Quiero escribir un libro. Aunque no se publique, aunque no lo lea nadie con quien no tenga lazos consanguíneos o de amistad. Terminar una historia, cerrar un círculo. 

Por último, pero no por ello, repito, menos importante. Quiero invitar a mi rubia favorita a mi boda (quiero una boda). Porque eso sólo significará una cosa que ella y yo sabemos. 

Hay muchas más cosas, claro, pero como diría mi papi, hasta aquí llegó la riada de hoy.



miércoles, 20 de febrero de 2013

Desamores de locura

Por amor se hace muchas locuras, eso está claro. Qué sé yo... Cruzarse el país para verle o verla, dejarse el sueldo en dos billetes de avión a cualquier parte, idear sorpresas y planes, antes inverosímiles, con tal de arrancarle una sonrisa. Cosas que, no sé, no creo que sean intrínsecas al amor, porque yo ni he viajado mil millas ni he despilfarrado por estar enamorada,  pero que popularmente se consideran "locuras por amor".

Para mí la mayor locura es entregar todo lo que uno tiene guardadito, a buen recaudo, en un corazón que, a quién más y a quién menos, nos han roto ya varias veces. Y, sin embargo, seguimos cometiendo la locura de empeñarlo, de apostarlo todo a un único número. Se lo damos todo y esperamos, a cambio, que él o ella hagan lo mismo para con nosotros. La mayor locura, sin duda, es esa. Dar tanto y esperarlo a cambio. Dar todo y conformarse con nada.

Pero las locuras más increíbles e incomprensibles nacen del desamor. De la rabia, el despecho, los sueños rotos, la desilusión. Decimos cosas que no sentimos, que no queremos. Magnificamos los rescoldos de sentimientos muertos por inanición. Matados y rematados a base de rutina, decepciones, engaños, abatimiento y otros golpes. Hacemos muchas tonterías por desamor. Por no comprender, después de tantos años, que esa persona ya no es nuestra y debemos dejarla marchar. Porque es duro, muy duro, seguir adelante dejando atrás todos los sueños que algún día configuraron lo que éramos, y lo que todavía somos. Y por eso, nos volvemos locos, no aceptamos los silencios de quién ya no quiere, no puede, seguir escuchándonos. Nos empeñamos en aferrarnos a clavos que arden, abrasan, y luego por fin, se apagan. 

Cuánto bien nos haríamos si fuéramos capaces de entender que hay un tiempo para cada cosa. Las locuras también tienen su momento. Pero, al final, hay que echar mano del raciocinio. Pararse a pensar en nosotros, más que en los demás, y pensar a qué nos lleva tanta desazón, tanta melancolía, tanto llamar a una puerta que ya no se abrirá. "¿Qué quiero?", "¿Hacia dónde voy?" , y todas esas cuestiones existenciales que debemos abordar, lamentablemente, solos. 

Y aquí termina una de esas vomitonas de palabras, que si no se me iban a enquistar en alguna parte. 


domingo, 10 de febrero de 2013

Mi vida antes de ti

Querido Smartphone: 

Mi vida antes de ti era más tranquila. No ansiaba nada de mi teléfono móvil, alguna llamada perdida adolescente o Sms escueto para quedar ("A las 6 en el monumento!"). No era él, el anterior al anterior a ti, una prolongación de mi mano, como tú lo eres. No me agobiaba ni me exigía tanto. De hecho, hasta disfrutaba olvidándome de él por unas horas, abandonándolo premeditadamente en algún lugar al otro extremo de la casa.

Mi vida antes de ti era, eso sí, más aburrida. En mis tediosas esperas en la parada del autobús, tenía que conformarme con observar a los viandantes o intentar descubrir a las escurridizas ardillas que habitan en los árboles de la Avenida Blasco Ibáñez. En el ralentizado universo paralelo que es la sala de espera de la consulta del médico de la Seguridad Social, sufría, vaya cómo sufría. Los minutos parecían horas, y cotillear el Facebook o mirar el correo en el ordenador era algo que se me antojaba tremendamente lejano.

Mi bolso agradeció tu llegada hace ya algún tiempo, de eso estoy segura. Antes estaba mucho menos transitado. Rebuscaba apenas dos o tres veces al día para hallar mis llaves, el monedero o el pintalabios. Ahora, perderme en ese agujero negro de objetos fundamentalmente prescindibles es un tic nervioso. Y casi siempre busco lo mismo: a ti, querido Smartphone. No sea que me hayan enviado un Whatsapp, o veinte (ay que emoción cuando ves 20, y qué decepción cuando compruebas que todos son de tu grupo de amiguetes pesados, y no de la persona que ansiabas) y yo no me haya enterado.

Además es que, para qué negarlo, haces el mundo más bonito, más interesante. Un zapato tirado en el suelo, un paisaje aburrido, un gato callejero, cualquier escena monda y lironda se recubre de un halo de magia gracias a los filtros del Instagram. Todo lo que me gusta, me lo llevo a casa puesto. Y, encima, si quiero lo comparto en un plis para que todos sepan (qué importante es esto) dónde estoy, con quién estoy y qué me gusta. La contrapartida es que, por el camino, he pasado de vivir los momentos a guardarlos-grabarlos para vivirlos luego. No soy la única, reconozcámoslo. En las mascletás, conciertos o cualquier acontecimiento digno de nuestra atención, ya no miramos al escenario/cielo o lo que sea, miramos a la pantallita (ahora, de nuevo, pantallaza) de nuestro teléfono inteligente para asegurarnos un óptimo encuadre.


No es que sea una enferma adicta a ti. No quiero parecer más loca de lo que estoy. Supongo que soy como mucha gente, como demasiada gente. Supongo que dependo un poquito de ti, pero no lo suficiente como para silenciarte cuando me embarco en una lectura interesante (eso me consuela y tranquiliza, mucho). Aunque confieso que, de vez en cuando, te regalo una mirada furtiva desde el sofá para ver si tu luz LED parpadea y alguien (¡oh, milagro!) requiere mi virtual presencia.

A veces me canso de ti, espero que sepas perdonarme. Anhelo los tiempos de pantallas en blanco y negro, cuando el único vicio que venía de un móvil era jugar al Snake. Extraño pasar horas y horas desconectada del mundo, pensando en mis cosas o, simplemente, no pensando. No pensando en la llamada que esperas, en la que no esperabas y te ha torcido el día, no acordándote de quien te olvida, y olvidándote de quien te busca. 

Una relación amor-odio, la nuestra. A veces te aborrezco, pero que no te toque nadie. Que ningún osado agente externo ralle tu intacta pantalla, que nadie que no sea yo te despoje de tu funda de silicona, que nadie me diga que te presto demasiada atención. Que nadie, excepto yo misma, me juzgue por quererte tanto.


domingo, 3 de febrero de 2013

Ruby Sparks

Imaginad por un momento que pudierais cambiar aquello que os molesta de vuestro/a novio/a, compañero/a de vida, pareja sentimental o como lo queráis llamar. Eliminar de un plumazo esos pequeños defectillos que enturbian la, sin duda, perfecta personalidad de vuestro/a amado/a. Así, sin más. "No, yo no lo haría, porque yo le/la quiero tal y como es". Eso es... mentira (guiño, guiño a mi aunt).

Y es que muchas veces, lo que empieza siendo idílico termina convirtiéndose en una auténtica pesadilla. Es lo que le pasa a Calvin, el protagonista de una película genial que descubrí ayer. Se trata de "Rubin Sparks". Una vuelta y media a las previsibles y creativamente agotadas comedias románticas. Con esta cinta, el género ha tomado una gran bocanada de aire, desde mi humilde punto de vista.

Calvin es un escritor soltero y solitario que encarna a la perfección el cliché de novelista bohemio, alelado y ensimismado en sus letras, que no vive, no se relaciona y ama su máquina de escribir sobre todas las cosas.  Tras una larga época de sequía, el joven comienza a darle forma a una nueva historia que, finalmente, se le irá de las manos. Es una historia de amor, protagonizada por Ruby y Calvin (no, que el protagonista de su libro se llame como él, no es casualidad). Y es que en las páginas y en las letras, Calvin comienza a vivir un amor que se le antoja cada vez más real. Tanto se obsesiona con su literaria relación con Ruby, que la chica termina por tornarse real y aparece un buen día por su casa. Magia potagia. Pero, como bien dice Calvin, ¿qué es si no el amor?



Pero claro, Ruby es una creación de Calvin. Sólo la materialización de su febril imaginación. Nació en el repiqueteo de su máquina de escribir, y en él mismo podría morir. No sólo eso, sino que Calvin puede controlar y cambiar todo lo que hace Ruby simplemente escribiéndolo. Puede hacer que hable francés, que sea más cariñosa, que esté triste o que se tire por los suelos e imite a un perrito (mención especial a la dramática escena hacia el final en la que la chica descubre el pastel).



El original argumento de Ruby Sparks me trajo algunas preguntas a la cabeza. ¿Qué no seríamos capaces de hacer por amoldar a esa persona que idolatramos a nuestros gustos y preferencias? Ni siquiera quien empezó siendo Miss Perfecta o Míster Perfecto para nosotros, se salva del efecto del paso del tiempo y la consolidación de la confianza y el asco que ésta, como suele decirse, da. Al final siempre llega ese punto de inflexión, ese toma y daca en el que debemos aprender a tensar y soltar, permitir y hacernos respetar. Todo al mismo tiempo. ¿Difícil verdad?

La reflexión final que me inspiró la historia de Ruby y Calvin es que el amor verdadero es aquel que nos hace libres. Es el que siente él cuando decide escribir que ella sea libre, que sea real de verdad y no recuerde nada de lo acontecido hasta ese momento. Es ese sentimiento desinteresado, que no pide ni exige más de la cuenta. Es algo mucho menos común, menos abundante de que parece. Algo muy diferente a lo que prodigan miles de personas en todo el mundo, detrás de cada esquina, que en realidad no son capaces de ver más allá de la necesidad de sentir cubiertas sus propias faltas. 

Algo así es lo que piensa uno después de ver Ruby Sparks. A las pocas horas, claro, vuelve a aterrizar en el mundo real y se da cuenta de que las cosas no son tan fáciles. Que somos humanos. Y que por molona que sea la película, sigue siendo eso, una película con final feliz.