domingo, 22 de diciembre de 2013

Eñe busca U

Desubicada. Sobrante. Extraña. Diferente. Aparte. Sola. Así se siente la eñe del Scrabble y así nos sentimos todos alguna vez y algunos, todas las veces.

La eñe no pega con casi nada. Para los amantes de ese juego tan sencillo y tan genial, levantar una ficha y encontrarse con la letra patria produce una sensación ambivalente. Porque la eñe es muy difícil de colocar pero, y ahí está la gracia -y la metáfora- vale mucho. Nada más y nada menos que 8 puntazos. Por eso, que te toque una eñe jugando al Scrabble puede ser maravilloso. Y si pillas una casilla de doble letra o triple palabra, ya es lo más de lo más. Jaque mate.

Es como la vida. Uno puede sentirse tan ajeno a todo, tan de más y de menos al mismo tiempo o tan poco combinable como unos pantalones amarillo Piolín. Pero, en realidad, todo depende de la perspectiva, del lugar en el que nos situemos. Del momento, de las circunstancias... Vamos, del tablero.

Porque la eñe, acompañada por un par de amigas vocales, su gemela sin sombrero y la también incomprendida zeta, se convierte en la dulce NIÑEZ. Con la panzuda B, en un relajante y espumoso BAÑO. También puede ser un señor de Aragón, un metal de la tabla periódica, un campo llenito de uvas, eso que crece de un pino o, simplemente, un animalito africano llamado ÑU.


Ñ+U. Media naranja, medio limón. Media langosta a lo Phoebe Buffay. Destino. ¿O casualidad? Confluencia de espacio/tiempo. Un roto para un descosido. Dios los cría y ellos se juntan. Hay muchas maneras de llamarlo, una sola de vivirlo. Creerse esos 8 puntos, buscar las casillas de colores, saltar del tablero si hace falta y esperar la jugada que lo cambie todo. Paciencia, eñes del mundo. Al final, siempre, siempre, siempre, esa partida trabada termina, y otra nueva empieza. Ésa en la que un ÑU puede cambiar completamente el curso de tu realidad.


jueves, 5 de diciembre de 2013

Como un dolor de muelas

Hoy ha sido otro día más entre vestidos de encaje, faldas almidonadas, ribetes de raso, prints floreados y escotes corazón. Y no, no es que mi armario sea como el de Olivia Palermo, por ejemplo, ni que yo tenga ni un 1% de "it-girl", ese extraño concepto que tanto utilizo últimamente pero que no deja de sonarme a "chica cosa". 

Ser redactora de moda no es fácil, sobretodo si tu puesto de trabajo no es una moderna oficina en el centro con fotos de Audrey colgadas de la pared y números de Vogue, Elle o Vanity Fair desperdigados por las mesas. Ser redactora de moda en tu propia casa es cómodo, sí, pero ver los modelazos que se calzan las celebrities del mundo mientras tecleas a toda prisa intentando crear algo de la (casi) nada, con tus uñas mordisqueadas por el estrés, tu incalificable ropa "de andar por casa" (que es mucho peor que un pijama), tus calcetines de Mickey y tu moño torcido en lo alto de tu cabeza-hervidero.... Creédme, no mola tanto. 

Hoy mismo me he mirado al espejo y he pensado si esa pelota de pelo estrujado en lo alto de mi sesera valdría como "peinado messy". ¿No cuela, no? Bueno, ni falta que me hace. "A ver cuántas modelos o actrices tienen esta piel sin maquillar", he continuado intentando animarme mientras el violáceo tono de mis ojeras se intensificaba por segundos. Y es que, a decir verdad, hace siglos que no me maquillo (¿el corrector de ojeras, el colorete y la crema de cacao no cuentan, no?), y lo de peinarme tampoco lo llevo muy bien. Es lo que tiene trabajar en casa. Me motivaría bastante más tener en la silla de al lado a un compañero buenorro que a mi gato (no te ofendas, Romi). 

Y, claro, como decía, hablar de trapitos y de gente cuya mayor obligación es calzarse unos tacones y un vestido de Dior para dejarse hacer cuatro fotos en una alfombra roja cualquiera, no ayuda. Qué gente más desocupada, qué superficial todo, qué... Qué envidia me dan a veces. Sobretodo cuando la vida se me complica un poco más que de costumbre y pienso en lo feliz que sería yendo de fiesta en fiesta atusándome el pelo y empolvándome la nariz (con maquillaje, ¿eh?). 

"¿Sería feliz?", me pregunto soltándome el pelo y comprobando que, oye, pues tampoco estoy tan mal. No sé, los famosos parecen tener vidas sencillas pero, claro, de ellos sólo vemos el escaparate. Yo también podría salir mañana a la palestra con un little black dress de CK, unos taconazos de Louboutin y un clutch de Brian Atwood y comerme todos los flashes del mundo durante cinco minutos. Nadie se daría cuenta de si tengo el corazón roto, de si he dormido poco esa noche o de si me duele la muela del juicio. Pero bien mirado, en profundidad, ser famoso no mola nada. No sólo por lo de los paparazzis (que aún no tienes novio y ya están anunciando tu boda), sino por ese halo de perfección y glamour que lo reviste todo y que es más falso que un billete de cuatro euros.

Porque si fuera famosa no me emocionaría cual adolescente en concierto de One Direction cuando me invitan a una boda o un bautizo y, por mucho que lo disfrace de "coñazo" y de "a ver qué me pongo yo ahora", me paso semanas pensando y organizando mi vestuario (uy, perdón, que ahora se dice "outfit"). Si fuera una celebritie de esas de los tabloides, tendría un novio cada tres meses y cada ruptura sería como un pequeño tropezón en una red carpet, como cuando se te parte un tacón de aguja o se te rompe una uña, you know... 

Pero seria menos persona, menos humana, menos importante, aunque saliera en los medios todos los días. 

Que sí, que prefiero tener ojeras por llorar, y pelotillas en los calcetines de tanto repiquetear los pies contra el suelo mientras intento describir en cuatro adjetivos no ofensivos un look estrepitósamente espantoso. Que prefiero no tener tiempo para maquillarme pero sí para achuchar a Romi cada tres cuartos de hora. Y, sobretodo, prefiero tener el corazón roto que vacío de amor, que para vacío ya está mi armario. Porque al fin y al cabo, el dolor de corazón es como un dolor de muelas para el que no hay analgésico, y cada nuevo día es una alfombra roja por la que hay que desfilar poniendo la mejor sonrisa del mundo. Y si algún reportero avispado detecta las arrugas de la preocupación en torno a mis ojos o percibe que mi mueca es algo forzada... pues que venda la exclusiva al "¡Hola!". Yo aquí me quedo, reconciliándome con mis ojeras, mis jerseys calentitos y mis coleteros de colores.  



lunes, 2 de diciembre de 2013

Will be back

Quería escribir algo que cerrara un capítulo, que dictara sentencia, que bajara el telón o abriera ventanas. Algo liberador, para dejar constancia. Escribir es la única manera de ser que conozco, mi idioma. Y sin embargo, hoy no me salen las palabras. Pero no es frustrante, como otras veces. Hoy mis musas están de vacaciones, y bien merecidas, por cierto. Han tenido mucho trabajo últimamente. No es fácil ordenar palabras, expresar sentimientos ni crear sentido cuando todo está revuelto. 

Hoy mis musas han descubierto que, por primera vez en mucho tiempo, hay algo de orden en este caos, algo de paz en esta posguerra. Y se han marchado a descansar. Cualquier día de estos volverán como si nada, a contar nuevas historias: historias de sueños, de vida, de personas, de calles, de niños, de canciones, de libros. De mí y de nadie. De cualquier cosa que no duela. Volverán sonriendo y brindarán por un nuevo mundo sin lucha, sin conformismo, sin sacrificio, sin división, sin indecisión. Por un nuevo comienzo.

Por nosotras.

Fuente: Pinterest

domingo, 1 de diciembre de 2013

La pared

Un ángel de rizos tostados sostenía su miedo en la punta de un rotulador. Trazando líneas, dividiendo espacios, repartiendo pared. Una música muy de ascensor sonaba en la estancia semi vacía, apenas salpicada por unos cuantos muebles vintage cargados de la magia de los proyectos nuevos. Como el que iba a nacer muy pronto entre esas cuatro paredes.
No tenía nada que ver con ninguna de las dos, pero allí estaban, por vicisitudes del destino, dos personas huyendo del miedo entre inspiración, cinta de carrocero y jazz. Allí estaban, contándose nada en general y todo en concreto. Endulzando el frío con chocolate del blanco y del negro, y templando la amargura con una ráfaga de fotos que empezaron en pose y terminaron en estrepitosa naturalidad. 

Una artista y una escritora. Un lápiz de carpintero en la oreja. Una cámara colgada del cuello. Labios rojos, moño alto y mucho arte. 

Miedo a medias pendido de una pared.

:)


domingo, 24 de noviembre de 2013

N.M.

Yo, que siempre he sido de P.A., de notable, de sobresaliente y luego de notable otra vez. Yo, que nunca saqué una matrícula de honor en la Universidad, pero entregué cada trabajo a tiempo, que esperó pulcramente encuadernado varios días antes de cada fecha de entrega. Yo que nunca me identifiqué con las prisas, con las anécdotas de la noche sin dormir antes de un examen ni con el café en vena.

Yo siempre fui una buena alumna. (Casi)nunca me hice chuletas. No las necesitaba, pero no por lista, sino por tozuda. Por pesada. Nunca me levanté de la silla sin saberme al dedillo la lección. Fui de las de memorizar, no de las de entender. Y, claro, ahora no me acuerdo de nada. Ni de la capital de Turkmenistán, ni de las declinaciones de latín, ni de los tipos de oraciones, ni de la tabla del 9 si me apuras.

Quizá ese ha sido mi problema. Tanto repetir y repetir la misma historia sin pararme a pensar, a comprender, a digerir. A entender que 1+1 no siempre es 2. A veces es 1, 3 o incluso más. Siempre fui una chica aplicada y, por el camino, me olvidé de hacerme más chuletas, memorizar menos y tirar más de "cabeza". Ay, sí le hiciera más caso a mi cabeza...

Yo, que nunca suspendí una asignatura y tan sólo un par de exámenes en toda mi etapa escolar. Yo, que siempre salí del paso, hasta en exámenes imposibles con preguntas insospechadas de esas que las lees y te entra una risilla floja por no llorar. Ni siquiera entonces tiré la toalla, porque no quería fallar, no quería suspender. No quería repetir.

Pues ahora yo... Necesito Mejorar. Mejorar en geografía para no olvidar donde estoy y donde quiero estar. En matemáticas para dejar de contar las horas, los días, los mensajes, las llamadas, y contar las nubes, los sueños, los besos. En ciencias para comprender que cerebro y corazón van de la mano, a pesar de que la literatura y la sabiduría popular los sitúen siempre como acérrimos enemigos. En historia, para entender que el pasado sólo es una forma más de entender el presente.

Necesito mejorar y lo haré. A pesar de que esta vez, ya llevo un par de cursos repetidos. A pesar de que, si esto fuera el instituto, sería la más mayor de la clase. Ese veinteañero con barba atrapado en una vida de quince eternos años. Pero da igual. Da igual porque nunca es tarde. Porque en mi clase de la universidad había señoras mayores. Y más vale tarde que nunca. Más vale repetir, repetir, repetir, y después ganar. 


domingo, 17 de noviembre de 2013

Back to december

Fue justo entonces. Cuando el sol había vuelto a salir tras años de frío invierno. Un invierno, no lo niego, a ratos hermoso. Con su lluvia y sus tormentas pero también con la paz de su blanca nieve. 

Fue justo entonces. Un fogonazo, un disparo. Directo a mi corazón. Casi pude sentir de nuevo el espacio vacío que habías dejado años atrás. Volvía a abrirse, a notarse, a ser. Las brasas avivándose y el fuego brotando sin permiso. 

Tú de espaldas. Hubiera reconocido tu espalda entre mil espaldas. Tú con tu chaqueta nueva, una que probablemente no lo era para ti. Una que no compramos juntos, que no te ayudé a escoger. Una chaqueta sin historia, o al menos no con una que yo conociera. Clavé los ojos en tu nuca, como si allí estuvieran los tuyos. Sin pudor, sin miedo a que, guiado por alguna especie de oportuna intuición, te girases y me descubrieses allí, con la hoguera encendida al calor de una cascada de recuerdos incontrolables. 

Decidí seguirte. Lo decidí como deciden los pulmones respirar o el corazón latir. Como un río desembocando en el mar o un árbol buscando el sol. Mis pasos se fueron detrás de ti, de aquel nosotros, hasta que decidí perderte. Pude haberte seguido hasta dondequiera que fueras, pero supe parar a tiempo. Pensé en mi primavera y dí media vuelta. 

No me viste. Nunca sabrás que no me viste. Que aquel día olvidé el invierno pero también el verano, la primavera y el otoño. Y volvió a ser entonces. Esa época entre estaciones, ese lugar alejado del tiempo en el que sólo éramos tú y yo.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Ordenando los altillos

Escribir siempre ha sido para mí como ordenar cajones, sólo que en vez de ordenar ropa u otros objetos, lo que pongo en orden son mis pensamientos (o al menos lo intento). Para muchos es un hobby, para otros su obligación. Para mí es una forma de expresión. Más concretamente, aquella en la que me siento más cómoda, más libre, más yo. "No es que sea mi trabajo, es que es mi idioma", que diría el Alejandro Sanz de antes. El ñoño, el que molaba, vamos.

Lo de ordenar tiene su aquel. Pasa como con las compras. La motivación, necesidad real e intención de ir de "shopping" es inversamente proporcional a lo fructífero de dichas compras. Vamos, que cuanto más necesitas esos vaqueros buenos-bonitos-baratos y más ilusión y empeño pones en tu meta, menos vaqueros y más vestidos maluchos-preciosos-caros encuentras a tu paso. 

Con lo de "hacer orden" pasa lo mismo. Te levantas un día poseída por el espíritu de Monica Geller y empiezas a revolver los armarios, los cajones y, sí señor, hasta los altillos. Con un par. Sin apenas darte cuenta y con los 40 Principales de fondo, has sacado todo de su sitio original, y te dispones a ordenar tu ropa por prendas o colores, en plan guay. Pero cuantos más modelitos sacas, arrugados y pidiéndote a gritos que vuelvas a lanzarlos a lo más hondo del cajón "y-aquí-no-ha-pasado-nada", más te arrepientes de no haber preferido ocupar la tarde viendo una película, limpiando los baños (siempre más fácil y práctico) o, qué se yo, trabajando.

Suele pasar. Ordenar significa revolver. Mover cosas de un sitio a otro. Al principio abruma, aturulla y descoloca. De eso se trata, de descolocar para recolocar. Hay que ser valiente para enfrentarse a un armario de invierno por ordenar, con sus abrigos, sus maxi jerseys y sus mega bufandas, pero más valentía aún requiere eso de ordenar pensamientos. Por eso muchas veces ponemos como excusa (barata) el estrés, el día a día o el devenir del tiempo para no enfrentarnos a algo que, a mi juicio, debería ser una tarea diaria. Que sí, que suena muy a libro de autoayuda, como casi todo lo que escribo últimamente, o quizá siempre. Pero, ¿acaso hay algo más genial que autoayudarse? 

Pues eso. Que hoy, limpiando mis cajones internos, me he encontrado agujeros negros, pelusa para aburrir y un sin fin de cosas viejas que, me temo, ya no sirven. Polillas también había. ¿Que cuánto hacía que no ordenaba? Bueno, quizá demasiado. ¿Que cómo ha quedado la cosa? Francamente mal, revuelta, convulsa. De momento, claro. Que mañana me pongo con los altillos y la cosa me queda "niquelá". 



Porque nunca es tarde para mudar de piel.



viernes, 25 de octubre de 2013

Nudos

Hay nudos de cordones de zapatillas, esas que me calzo para correr más rápido. Tanto, tanto, tanto, que quizá hasta pueda adelantarme a mí misma. 

Hay nudos en el estómago que me nacen en el corazón y que, en el peor de los casos, se las arreglan para trepar hasta mi garganta y quebrarme la voz. 

Hay nudos de corbata que deshago con la torpeza temblorosa de mis manos para liberar ese cuello ajeno por el que late el pulso que marca mis segundos, minutos y horas. 

Hay nudos de carretera: carriles que vienen y van y sólo a veces vuelven. 

Hay nudos, mil nudos de mar, que me separan de un nuevo lugar. La Tierra Prometida a donde he de llegar, "viento en popa a toda vela", para transformar el intrincado nudo de esta historia en un feliz desenlace.

Hay nudos, me enseñó mi abuela, que sirven para guardar recordatorios en pañuelos de tela. Es importante no olvidarte de deshacerlos a medida que vas cumpliendo con las tareas. De no ser así, tu vida, quiero decir... tu pañuelo, perdón, terminará por tornarse enrevesado, pesado e inútil. Eso es lo mejor que tienen los nudos, que sabes desde el principio qué tienes que hacer con ellos, sean nudos sencillos o de esos con gran lazada que tratan de enmascarar su realidad.

Los nudos truncan caminos. Paran la marcha. Aminoran el ritmo. Pero también hay nudos de donde, por increíble que parezca, brota la vida. Exactamente así se llama el lugar preciso donde el tronco de un árbol se convierte en rama, y luego en hojas, y luego en flores y, finalmente, en frutos.

Porque siempre hay dos (yo diría que más) caras en una moneda. Porque no hay blanco sin negro, ni soluciones sin problemas. Y viceversa. Porque a veces la calma la encontraremos dentro, y no después de la tempestad. Porque a veces, sólo a veces, es tan fácil como tirar de un hilo para deshacer un nudo. 

Sólo hay que aflojarse los cordones, aclararse la garganta (y las ideas) y ponerse su corbata a modo de liga, porque hay que conservar en alguna parte los recuerdos de los buenos momentos. Pisar a fondo el acelerador y girar de golpe cuando el corazón lo mande. No perder de vista el timón y atar al mástil el pañuelo ondeante. Libre de trabas, lleno de vida. 







miércoles, 16 de octubre de 2013

1.385.423

He contado tantas veces nuestra historia que ya no sé si me la invento. Ya no distingo mis recuerdos reales de las imágenes creadas y recreadas mil veces en mi cabeza. Ahora pienso... ¿Y si me hubiera equivocado tan sólo en un pequeño detalle la primera vez que lo recordé? Después vendría la segunda, la tercera, la décima, la quinientas, la un millón trescientas ochenta y cinco mil cuatrocientas veintitrés. Y hoy, esa mentira casual, inocente, quizá favorable o quizá no, se habría convertido en la verdad. ¿Es cierto que me dijiste que me querías? ¿Supo así de bien ese primer beso? ¿Estaba tan nerviosa aquel día en la playa? ¿Llegué a odiarte, a sentir de verdad toda esa amargura?

No sé. Ya no distingo tu voz de mi propia voz contándolo a los demás, pero sobretodo, contándomelo a mí misma. Al final y al cabo, eso es lo que soy: una contadora de historias, y mi destino ya estaba escrito entonces. Cada vez que lo pensaba, que pensaba en ti, me contaba esa historia. Tan romántica, tan maravillosa, tan enorme, tan divina y tan poco terrenal. Tan horrible, tan incierta, tan cruel, tan... dolor. 

Mis libretas están llenas de esas historias. Las escribí entonces. No a tiempo real, claro, pero... ¿cómo iba a olvidar lo suave que era tu piel en tan sólo unas horas? ¿Cómo iba a inventarme el dolor que certifican los manchurrones emborronados de tinta? Era mi historia y así la conté.

Puede... Puede que sólo haya una manera de vivir, y sea viviendo el momento. Puede que en el preciso instante en que pasa un instante, todo lo que venga detrás lo desvirtúe. Los pensamientos propios, los comentarios ajenos. La vida que sigue y no espera a nadie ni a nada. Puede que sólo estemos realmente vivos cuando actuamos: cuando besamos, cuando reímos, cuando lloramos, cuando somos nosotros, aquí y ahora. 

Puede que el recuerdo como los sueños, como una trampa, a veces necesaria, para apartarnos de ciertas cosas. Para envenenarnos si salió mal o para endiosarnos si salió bien. Los recuerdos son importantes, nos configuran, nos dignifican. Pero es importante no refugiarnos ni confiar demasiado en ellos. Puede, tan sólo puede, que todo empezara con un pequeño detalle equivocado repetido un millón trescientas ochenta y cinco mil cuatrocientas veintitrés veces. 


domingo, 29 de septiembre de 2013

"Fulanita"

Dicen que las mujeres somos unas cotillas. Que todo lo hablamos y lo marujeamos. Lo dicen, especialmente, los hombres, y aún más especialmente, los que comparten su vida con una mujer.

- ¿Y se lo has tenido que contar a ella? (de ahora en adelante, “Fulanita”)

- Sí, es mi mejor amiga…

Término que algunos no entienden. En su diccionario mental, la entrada relativa a mejor+amigo equivale a: colega con el que cervecear, jugar a videojuegos, ver el fútbol y mamporrearse como saludo con una brutalidad directamente proporcional al cariño que le tengas al susodicho.

Clichés, of course. Pero lo mismo de prejuicioso tiene éste mío que los que nos sitúan a las mujeres como cotorras con incontinencia verbal sin remedio.

Todas las mujeres tenemos una “Fulanita” (que suena a mujer de vida alegre, pero no lo es). Una amiga a la que se lo contamos todo aunque no sea a tiempo real. A veces pasan días o incluso semanas hasta que conseguimos arrancarnos con un “te tengo que contar una cosa…”. Pero al final, cae.

“Fulanita” puede ser paño de lágrimas, látigo revulsivo o oreja gigante según lo requiera la situación. Y lo cierto es que, mágicamente, ella siempre sabe elegir la versión de sí misma que tú necesitas en cada momento. 

Las mujeres necesitamos contarnos las cosas igual que necesitamos ir juntas al baño (este cliché sí que es bueno). Especialmente, si se trata de problemas. Y es que en los momentos bajos… más vale estar bien acompañada. Otro punto de vista, un bálsamo de comprensión o un “venga, va, espabila y deja de llorar” son tan terapéuticos a veces que me apiado de aquellos sin un fulanito/a en su vida con el que soltar lastre. Aquellos recelosos que prefieren guardárselo todo, incluso el mal rollo, como auténticos coleccionistas de penurias porque “los trapos sucios se lavan en casa”. 

Pues no, amigos, los trapos sucios, muy sucios, necesitan prelavado, lavado, centrifugado y secado. Y ahí entran los fulanitos del mundo. Todos tenemos, como mínimo, uno (a veces valen también hermanos/padres/cuñados/primos/vecinosdelquinto) y, con un poco de suerte, todos lo somos también.


jueves, 26 de septiembre de 2013

Latitudes de septiembre

El otoño ya ha llegado y yo ni me he enterado. Es difícil ver a los árboles cambiar de color cuando el 80% de tu tiempo transcurre frente a la pantalla del ordenador. Menos mal que está El Corte Inglés y su épica "cansinez" publicitaria para recordarme a mí y al resto del país que, efectivamente, ya está aquí la estación de las hojas secas.

Otoño, me gustas. Como me gusta la reacción ambivalente que provocas en mí. Adiós al verano. Tan popular, tan cotizado, tan ensalzado por todo el mundo. Adiós al sol, a las tardes largas, al mar, a las minifaldas, a las terracitas y al pueblo. Adiós a la piel pegajosa, a los mosquitos, a las noticias chorras de relleno en los informativos y a los guiris-gamba atestando el paseo marítimo.

Y llega el otoño, tan ocre, tan melancólico, tan oscuro. Tan sin vacaciones. A la gente no le gusta septiembre. A mí sí. Septiembre siempre fue un lienzo en blanco. La primera página de un cuaderno, metafórica y literalmente. Si un año es una carrera, septiembre era la línea de salida. Un par de estiramientos, mucha ilusión, el mejor equipamiento... y a correr.

Y digo "era" porque con el fin de la etapa académica en mi vida, el poder motivador de este mes se diluye en gran medida. Este año, querido septiembre, no cambias nada, o al menos, no mucho. Este año el tren pasa ante mis ojos y decido quedarme en el andén. aunque este equipaje me pese un poco. Quizá es que no me gusta ese tren, porque es viejo y parece cansado. Quizá, sin saberlo, espero otro tren. 

Total, no hay nada de malo en quedarse parada durante un tiempo. Quieta, expectante. ¿Quién dice que eso no es importante? ¿Quién dice que eso no es tan necesario como echar a correr? Al fin y al cabo, si estoy aquí quieta oteando este horizonte es porque me gustan las vistas desde este lugar, desde esta latitud.

Y si no, bueno... Siempre puedo dejar mi mochila olvidada en el andén y subirme al próximo tren que pase, rumbo a cualquier otra estación. ¿Destino? Yo que sé... Destino a la primavera, por ejemplo.


domingo, 22 de septiembre de 2013

De Barbie a mujer

Sé que algún día fui una niña, y sé que hoy soy una mujer. Qué ha tenido que ocurrir para pasar de un estatus a otra, tópicos aparte, es un misterio. Supongo que el tiempo va pasando y de repente un día miras a tu Barbie y piensas: ¿por qué se supone que dirigir la vida de muñecos de plástico es divertido? Y empiezas a dirigir tu propia vida.

Barbie y Ken. Creo que los besos que les obligaba a darse fueron indicadores de mi proceso de "mujerización". Primero únicamente juntaban sus labios. Más adelante hasta les hacía girar ligeramente la cabeza: había descubierto (en la teoría, no en la práctica) lo que era un beso de tornillo. Al final, Barbie y Ken hasta se iban a dormir juntos (eso sí, nunca y digo nunca, mancillaron el lecho conyugal).

Fue algo gradual, paulatino, paso tras paso hasta lo definitivo. Algo así como el amor, que se va filtrando despacio hasta calar hondo. Y parece que toda la vida hubiera sido así... Que ya no pudiera ser de otra manera.

En fin... Cómo empezar a hablar de lo que realmente quiero hablar sin parecer una abuela amargada. Sin caer en la demonización de la juventud que tanto aborrezco. Pero es que a veces, una conversación entre dos adolescentes escuchada fortuitamente en el autobús puede hacerte perder la fe en la humanidad. 

Trece años. Trece. Diez más tres. Siete más seis. Sexo inseguro, drogas, peleas, mentiras. ¿QUÉ ESTÁ PASANDO? ¿Es que acaso ya no fabrican Barbies? O peor aún, ¿es que Barbie se ha puesto Whatsapp y está demasiado ocupada dándole a la teclita?

Qué desastre, qué calamidad... ¿Por qué alguien no les explica a los niños que tratar de adelantarse a la época más feliz de sus vidas es algo tan sumamente estúpido? ¿Por qué no les enseñamos que, en otras latitudes y por circunstancias mucho más jodidas, hay niños que tienen que dejar de serlo por la fuerza? ¿Por que no encerramos bajo llave algún ratito la Play, el Smartphone, el laptop y toda la parafernalia cibernética y les enseñamos que el azul más bonito es el del cielo, no el del Facebook?

Niños del mundo: disfrutad del recreo. El timbre tocará pronto y ya no habrá excusas que valgan para seguir jugando un poquito más. La vida no espera y tendréis que apechugar. Ahora aún tenéis excusa. Para hacer siesta sin que os llamen vagos, para llorar por tonterías, para armar jaleo y romper cosas. Hasta para hablar demasiado alto en el autobús, tanto, que os oiga alguna periodista cotilla que quiera contar vuestra historia en un blog. Disfrutad de lo que ya no volverá y no temáis: tendréis mucho tiempo para equivocaros, para acertar, para aprovechar, para descartar, para ser felices e infelices. Para vivir cada cosa a su tiempo.



sábado, 14 de septiembre de 2013

El corazón que sólo tenía corazón

El sol empieza a caer sutilmente, así como quien no quiere la cosa, en una aún calurosa tarde de septiembre. Un mes mágico. Un mes de inicios y reinicios. Los niños abarrotan la pista de patinaje del parque, exprimiendo los últimos coletazos del verano, que se bate discretamente en retirada.

A unos pocos metros de mí, una madre histérica increpa a su desconcertada hija. Le está cayendo una señora bronca y aún no sabe muy bien por qué. Yo sí lo sé: se ha olvidado los calcetines y sin calcetines, amigos míos, es un suicidio patinar.

- Pero, ¿por qué no me obedeces?- le grita con dureza a la pequeña.

No puedo evitarlo y casi se me cae de la boca un: 

- Mira, eso es lo mismo que le digo yo a mi corazón constantemente: "Pero, ¿por qué no me obedeces?"

He pensado en voz alta pero, a mi lado, mi amiga me ha oído.

- Tu corazón no tiene cabeza...-dice mientras sonríe como se sonríe a una loca sin remedio. 

- Lo sé... Mi corazón... Sólo tiene corazón.

Y es cierto. Me acuerdo del señor con bigote y pienso que a estas alturas de la partida debe estar más que muerto, pues hace mucho que no le escucho en mi interior. En su ausencia, la niña malcriada ha tomado el mando y se lo tiene más creído que nunca. Definitivamente, campa a sus anchas.

Esa es una de mis teorías. El mejor de los casos. Poniéndonos en lo peor... Bueno, creo que es más que probable que esa niña consentida haya persuadido al señor del bigote. Y no digo seducido, digo persuadido. Lo ha hecho utilizando sus propias armas: el raciocinio, la lógica, el sentido común. "¡Chúpate esa!", debe de estar pensando la muy... Aunque no es para menos. El corazón ha persuadido a la razón siendo razonable. Lo nunca visto.

Pues nada, hay poco que una pueda hacer ante tal situación. Hace unos años hubiera bastado con marcarme un "Desaparece" de El Canto del Loco a todo volumen expiando mis demonios a través del berreo puro y duro y los insultos intercalados entre estrofas.

Ahora tengo esa putada que llaman madurez y que a veces creo que sólo es una excusa para poder ser más débiles y pringados sin sentirnos culpables. Ahora ya no caben el despecho, el odio ni las patadas en el culo.

Ahora sólo me queda patinar, mirar al cielo y pedirle...

Que no deje de llover.



martes, 3 de septiembre de 2013

Los relojes olvidados

- Has estado llorando...

- ¿Qué?

- Tienes una gota ahí, en esa pestaña.

- ...Me acabo de lavar la cara... Eso es todo.

- Pero... Llevas sombra de ojos.

- ¿Te crees que lo sabes todo, verdad? Crees que me conoces...

-  No te defiendas. La amenaza dejó de serlo hace tiempo. Te conozco porque... tú me dejaste conocerte. Sé algunas cosas. Sólo algunas. Sé que un imbécil te rompió el corazón. Sé que, desde entonces, has cosido los días con lágrimas como estas, dulces recuerdos que amargan y necesario olvido.

- Eso me llevo de él, desde luego, un corazón hecho añicos. 

- Te llevas mucho más y lo sabes. Te llevas el mapa de su piel, cien mil versiones distintas de su mirada, suficientes risas como para no necesitar reírte más, aunque, afortunadamente, lo harás. Te llevas ese momento de estrellas infinitas. El revoltijo de sábanas bajo los pies. Las botellas de agua a la mitad. Los relojes olvidados. Te llevas su vida, porque si no hubieras pasado por ella, ahora sería otra diferente. 

- ...

- Ya lo sé. Tus amigas te dirán que fue, es y siempre será un capullo. Tu familia esperará en silencio que no lo veas más. Incluso yo lo he llamado "imbécil", porque sinceramente, a veces creo que lo es. Todos opinarán pero sólo tú sabes cómo fue tu historia. Sólo tú entenderás o no sus motivos. Sólo tú aprenderás o no la lección. Sólo tú sabes que no fuiste una página más. Eres el libro entero en el que algún día escribirá otra historia diferente. Sólo tú conoces ese preciso momento en el que te quiso todo lo que te podía querer. Porque... sólo tú me conoces. Sólo tus nos conoces. Sólo tú me has querido.





domingo, 1 de septiembre de 2013

Un ciento volando

El refranero español está lleno de contradicciones. Que si más vale pájaro en mano... Que si el que no arriesga... Pues eso, no gana. 

¿En qué quedamos?

Yo, lo reconozco, soy una orgullosa amante de la seguridad. Me gusta andar sobre tierra firme y prefiero evitar riesgos siempre que sea posible. Considero que la vida trae consigo demasiados momentos que inevitablemente me dejarán sin aliento, para bien, para mal o para peor. Y no podré evitarlo. Con esos momentos, yo tengo más que suficiente. No necesito pues tirarme en paracaídas, ni jugar al bingo ni, qué se yo, poner mi corazón una bandeja de plata para que cualquiera lo use de sonajero.

Cualquiera...

Siempre hay una excepción que confirma la regla.. Un riesgo que sabes a ciencia cierta que ahí acecha pero que prefieres, conscientemente, ignorar. Estas salvedades deberían producirse única y exclusivamente en aquellos casos en los que lo que podrías ganar si te arriesgas es más valioso que lo que podrías perder. 

No siempre es así. Al menos, no absolutamente. Relativamente, hay momentos en la vida en los que aquello que queremos alcanzar, lo del otro lado del precipicio, nos parece extremadamente importante. Sin embargo, pasado un tiempo, nos damos cuenta de que quizá valía más un corazón feliz-y su bandeja de plata-que el susodicho titiritero que nos lo robó.

Pero para qué voy a mentiros. Cuando una cauta decide ser incauta, cuando una cobarde se atreve a ser valiente, está segura de lo que hace. O no, pero eso no importa. Porque cuando una indecisa toma un camino -y mientras siga habiendo un camino- es para siempre.



lunes, 26 de agosto de 2013

Ni está si se le espera

Te das cuenta de que estás mal, muy mal, cuando éste se convierte en tu himno diario:



Pero como dice la canción, por llamarla de alguna manera, el declive de tu gusto musical también "te da igual".

Estás cansada de recordarte a ti misma lo que está bien y lo que está mal. La has cagado y lo sabes. El orgullo brilla por su ausencia y el "yo nunca" saltó por la ventana hace ya bastante tiempo. Ni está ni se le espera. 

Detestas ese tono reprobatorio de tus seres queridos que, mucho más sensatos que tú, te advierten de los peligros de tu situación. Los detestas aunque sabes que sólo son una décima parte de lo dura que tú serías con ellos y de lo que eres contigo misma.

Porque antes tenías eso que llaman "escala de valores". Más que una escala era una tabla que cumplías a rajatabla. Quien me la hace, la paga. Quien no me quiere, no merece mis lágrimas. Pues que se vaya con otra que le aguante. Hasta aquí hemos llegado. Por ahí no paso. Esto no es jauja. 

Frases invocadas miles de veces. ¿Dónde están ahora?

No hay sitio para ellas. Donde manda patrón, no manda marinero. Y el timón lo ha tomado Eso. Lo más grande. Ello. Todo lo conduce, todo lo tergiversa. Tiene el mando y lo sabe. Convierte lo intolerable en excepción, la excepción en normalidad y la normalidad en rutina. Te hace sentir como una estúpida con su velo de irrealidad. El velo que te han contado que ciega, pero que en realidad transforma. Como unas gafas 3D pero al revés. Lo que cambia no es lo que ves tras ellas, sino tú misma. Y resulta que aquello tan horrible que sucedió aquel día ya no importa tanto. Que lo de ser fuerte y aguantar el tirón es un lastre insoportable y aburrido. Que el orgullo sirve para poco más que para perderse buenos momentos que puede que tengan un lugar, un tiempo, y que si no, no vuelvan a ser más.

Y decides vivirlos. A pesar de que te sientas muy tonta en muchas ocasiones porque lo que haces no es doloroso, al menos no tanto como el no hacerlo. Es el camino fácil, y te han enseñado que las cosas bien hechas son las que requieren esfuerzo y sacrificio. Que la letra con sangre entra y todo eso. 

Pero a ti ya todo te-da-igual. La letra ya te la sabes. Los sacrificios son para los mártires. Y el esfuerzo lo haces cada día. Esperas paciente a que la marea baje y te deje donde estabas. Aunque de momento te retiene bajo su influjo, en contra a favor de tu voluntad, no te arrastra. Te preparas para remar, y algún día lo harás. 

Pero ahora, relájate. Déjate mecer por esa ola que no volverá.


domingo, 18 de agosto de 2013

Dejen salir antes de entrar

Querido desconocido,

Ven ya, te lo suplico. No será fácil, te lo advierto. Verás el miedo en mi mirada y la duda en mis palabras. Tendrás que disipar sombras, deshacer pesadillas, curar heridas y espantar fantasmas. Quizá incluso alguna vez, estúpida de mí, te pediré que te esfumes. Pero quédate, por favor. Dime que te quedarás. Al menos el tiempo suficiente para conocerme de verdad. Dime que asumirás el reto, que me esperarás como yo supe esperarle. Que me devolverás la paciencia que se me agotó en otro viaje.

Querido desconocido, prometo descorrer el cerrojo de esta pesada puerta, pero tú tendrás que hacer el resto. Es una puerta vieja, pesada, cansada y, me temo, atascada. (Pista: quizá sólo necesita una mano de barniz y algo de 3 en 1).  

Querido desconocido, te daré todo lo que tenga. Quizá no sea todo lo que te mereces, y la culpa no será tuya, ni mía, ni suya. Pero te ofreceré lo que me quede, y eso, créeme, será mucho para mí. Te querré mucho, eso lo sé, pero no me preguntes si tanto como a él. No me obligues a mentirte, no me obligues a decirte la verdad. 

Querido desconocido, dicen que hay que dejar salir antes de dejar entrar. Pero intenta al menos pasearte por aquí mientras espero, mientras esperamos. Sé mi reclamo, mi gancho, mi otro clavo. No es justo, nunca lo es, nunca lo fue. Pero valdrá la pena, eso también lo sé.




jueves, 1 de agosto de 2013

Volvemos en... 21.600 minutos!

El blog cierra unos días por vacaciones, y mi cerebro, pues también. Me voy a 40 km de la ciudad. No cogeré ningún avión, ni portaré enormes maletas. Sólo una, grande, porque soy una trastera sin remedio, pero una. Mi corte real particular formada por pájaro, reptil y felino. Muchas ideas en mi cabeza a las que espero darles forma en estos días de desconexión. 

Me voy a una casa más vieja que el tiempo, en la que han vivido y dejado de vivir cuatro generaciones de mi familia. Con telarañas, paredes que se desconchan y algunas otras incomodidades que son las que le dan la gracia al asunto.

Me voy a no pensar, y no pensando, espero poder llegar a pensar con claridad. Me voy a leer, pero sobretodo, a escribir. 

No te pongas celosa, mi querida Valencia, volveré muy pronto porque, entre tú y yo, el retiro está bien, pero mi hogar es tu asfalto. 

¡Feliz mes de agosto!


domingo, 28 de julio de 2013

Veinticinco veintisietes


Y allí estaba yo, frente a mi primera tarta de cumpleaños. Ajena a quién la había comprado, ajena a qué era una tarta y a qué significaba cumplir años (año, mejor dicho).

Con mis cuatro pelos y mis siempre incandescentes mejillas rojas. Sin saber que me iba a hacer mayor. Que cerraría los ojos un instante y me encontraría soplando 25 velas. Un cuarto de siglo. Un pestañeo intensamente feliz. A pesar de las sombras, a pesar de lo malo.

Sin saber que algún día me propondría cosas y las conseguiría. Que sería periodista. Que los que por aquel año 1988 también eran bebés desconocidos (y algunos nonatos) que llenaban de alegría sus respectivos hogares, se convertirían en grandes amigos. Que mi familia cambiaría pero nunca me abandonaría.

No sabía tampoco que me enamoraría, ni que hay personas que lo cambian todo.

Cómo iba yo a saber que me gustaría el arte, que me darían miedo las atracciones de feria o que aborrecería el marisco. Que mi helado favorito sería el de turrón y luego el de vainilla. Que llegarían Lucky, Romi y los demás pequeños miembros de la familia. Que nunca aprendería a montar en bici y que mi película favorita sería Aladdín.

Tampoco supe entonces, frente a esa única vela en mi primera tarta, que tendría mucha suerte en la vida. Que tendría libertad y amor.

Y es que con el tiempo no sólo me creció el pelo. Crecieron las ideas, la familia, los amigos. Las risas, los momentos, las fiestas, las fotos, los abrazos y los besos. Las mascotas, las películas, los libros y las tartas.

25 veintisietes. 25 tartas. 25 gracias.

lunes, 22 de julio de 2013

Lo que es

La gente se enamora de las cenas a la luz de las velas. De las botellas de vino a medias, de los planes de futuro, de las flores. De las escenas, de las palabras, de las canciones, de los regalos y de los recuerdos. Y, ¿sabéis qué? Es muy duro aprender a vivir sin todas esas cosas cuando las tenías. Cuando lo tenías todo. Y ves una escena de amor por la calle y te desangras. Y apagas las velas y renuncias al vino (o lo cambias por algo más fuerte). Vetas canciones para siempre, escondes regalos y... entierras recuerdos, sin duda lo más difícil.

Pero lo más-difícil-todavía, por suerte, sólo se afronta una vez en la vida. Cuando te enamoras de lo que una persona es: su esencia, su alma, como lo queráis llamar. Cuando los artificios adornan, suman pero no restan. Y da igual el paisaje porque importan más los ojos. Dan igual las palabras porque importa más la voz. 

Cuando te enamoras de lo que es, el olvido es un insulto. No basta con esconder cosas, ni siquiera con, pasado el tiempo, compartir las velas, el vino y los recuerdos con otra persona. Aprendes que hay cosas irremplazables y que eso no es una desgracia. Que hay cosas que no vuelven y que no podemos suplir con otras cosas. Son parte para siempre de nosotros y sería un verdadero agravio tratar de impedir que así fuera.

Cuando te enamoras de lo que es, no valen ni ira ni despecho. Porque sólo con más amor se cura el amor. Acaricias tus cicatrices y sonríes, porque ése es el regalo. Enciendes las velas y sirves el vino. Desempolvas los recuerdos y, sin saber cómo, consigues que apenas duela. Ya no duele. Pero el amor hacia lo que es no desaparece, no cambia. Permanece. Aunque sepa muy bien cómo y cuándo debe ocultarse.

jueves, 18 de julio de 2013

Godzilla sobre ruedas

Sobre ruedas mola más. 

Cuando era pequeña me sentía un bicho raro por no saber ir en bicicleta. Todos los niños me miraban con los ojos abiertos como platos, igual que si les acabara de confesar que venía de Marte: "¿que no sabes montar en bici? ¿Es que no te ha enseñado tu padre?

Pues sí, mi pobre padre lo intentó. Primero con mi hermana, y luego conmigo. Y que nada, de los ruedines no pasamos. Creo que más que una cuestión de no poder fue una cuestión de no querer. Siento que vulnero alguna especie de ley sagrada o precepto universal cuando digo que... No me gusta ir en bici. Bueno, en realidad no sé si me gusta porque nunca llegué a mantener el equilibrio en ella. Pero no me hace falta saberlo.

Lo mío siempre fueron los patines. Primero los de cuatro ruedas: bota blanca con cordón rojo. Elegantes y femeninos, daban ganas de ponerse a hacer piruetas a lo "Mira quién baila". Luego los de línea, que eran más bastos, más urbanos, más de chico. Subida en ellos me sentía como una especie de Godzilla sobre ruedas que asustaba al personal con sus terribles zancadas y que podía, si quería, destrozar todo a su paso. 

Los patines cambiaron conmigo. O yo cambie con ellos, no estoy muy segura. El patinaje delicado, cauto y armonioso dio paso a un patinaje más salvaje pero también más práctico. Ya no corría en ellos por placer, corría para avanzar. 

Y corriendo y avanzando me olvidé de ellos. Me bajé de las ruedas y de alguna forma empecé a pensar que los patines eran un juguete. Y yo ya era mayor para andar jugando. 

Craso error. Porque hoy, demasiados años después, me he vuelto a subir a unas ruedas y me he vuelto a sentir Godzilla. Poderosa sobre todo y sobre todos. Libre, feliz, veloz. Sobre todo veloz. Como si al avanzar más rápido dejara atrás todas esas cosas que me pesan tanto, tantísimo. Y por unos minutos, en realidad, así ha sido.

Que tiemble Valencia porque... Godzilla ha vuelto :).



miércoles, 17 de julio de 2013

Oda de muerte al Whatsapp

Te odio. Te odio mucho. A tu iconito verde por no aparecer cuando lo esperas y dejar ese hueco vacío en la barra de herramientas que te deja rota. Al sonidito perfora-tímpanos que indica que alguien requiere tu ciberpresencia (las probabilidades de que ese alguien sea quien tú esperas son inversamente proporcionales a las ganas con que lo esperas). No sé qué tono odio más: si el clásico y aburrido "pi-pi", el desenfadado vibrato que parece cantarte alegremente al oído: "idiota, no es él/ella", o el silbidito que está más visto que el tebeo y me saca de quicio el 90% de las veces que lo oigo por la calle.

Te odio Whatsapp. A ti y a tus "últimas conexiones" que son la causa a diario de miles de millones de rallazos innecesarios en todo el planeta. "¿Por qué se ha conectado después de decirme que se iba a dormir?" "¿Por qué se ha conectado y no me ha hablado a mí?" Y lo que es peor y motivo de depresión instantánea: "¿Por qué no me contesta si está en línea?".



Pues PORQUE NO (voz de ultratumba ON). Igual está meando, comprando el pan mientras hace peripecias sujetando el móvil con una mano y las llaves, la barra y el periódico con la otra (basado en un caso real), o simplemente tiene algo más interesante/inteligente que hacer que contestar a tu ingenioso mensaje consistente en una carita sonrojada.

Y es que aquí viene lo que más odio de ti, demonio verde hecho App. Tus iconos. Odio el pulgar hacia arriba que te endosan cuando no quieren hablar contigo y que en la vida real vendría a ser algo así como un "que sí, que sí, lo que tu digas, morena". Odio los emoticonos. TODOS. El de la lengua fuera (puaj), el del ojito guiñado que parece que le ha dado un ictus, el que se pone timidín y es utilizado para suavizar tiradas de caña monumentales de esos grandes y expertos depredadores del amor que han hecho del Whats su mejor aliado de ligue (o eso piensan ellos). Sólo se salva el icono de las gemelitas bailando el bañador (WTF?) porque es tan absurdo que hace risa, y quizá, porque es muy socorrida, la mierda que sonríe. 

Por todo lo demás, gracias Whatsapp por mantenernos entretenidos con chats insulsos que mueren a los dos segundos de empezar, conversaciones absurdas de grupos que no te dejan ni mear tranquila. Por darle, en general, chispa a esos ratos vacíos que antes pasábamos mirando por la ventana y ahora pasamos enfrascados en tu ventana.

Y sí, te seguiré usando porque no hacerlo me convertiría en una marginada social e iría en perjuicio de mi economía. Y sí, te seguiré haciendo caso porque actúas como una puñetera droga, la dopamina de la tecnología, sí, señor. Pero te odio. Te odio y mucho. 


Los sprints son para el final

Unas veces se gana, otras se aprende. 

Supongo que no se puede ganar y aprender al mismo tiempo. Ganar es conformarse, pararse, llegar a la cima de la montaña y disfrutar contemplando el paisaje. 

Pero cuando pierdes, caes. Te tropiezas, pierdes el equilibrio y acabas en la cuneta más maloliente y oscura de todas las cunetas. En el mejor de los casos podrás levantarte raudo y veloz poniendo tu mejor cara de "aquí-no-ha-pasado-nada", aunque vaya si pasa. En el peor, la fuerza y el equilibrio jugarán contigo al escondite por un tiempo indeterminado, dejándote retozando en el suelo como un bebé asustado que se tapa los ojos para no ver. Para que no le vean. 

Pero la carrera empieza precisamente ahí: en el suelo, en el fango. Ciega, perdida y caída. Es como volver a aprender a andar, eso sí, esta vez sin padres que te siguen con brazos protectores a modo de barrera. Esta vez estas sola ante el peligro. Levantarás la vista, y esa será la primera señal de que la acción esta cerca. Verás como la gente te adelanta corriendo y tú... tú ni siquiera te habrás atado bien los cordones de las zapatillas. Pero sí, la carrera habrá empezado ya, mucho antes incluso de que hayas visto la línea de salida. Mucho antes de tener la menor intención de echar a correr. 

Asúmelo. Te vas a tropezar miles de veces por el camino. Tirones de gemelos, torceduras de tobillos, calambres... Y zancadillas, muchas zancadillas de tus peores adversarios: las canciones, los lugares, los olores. Los malditos recuerdos, que primero escuecen y se dulcifican conforme se acerca la línea de meta.

Meta. Todos tenemos una. El primer paso es tenerla clara. El segundo, seguir teniéndola clara. Y el tercero, y el cuarto, y el quinto... Sólo tras varios repetitivos puestos de honor, podrás empezar a calentar. A caminar. Y, por fin, a correr.



PD. Recuérdalo: los sprints son para el final. No malgastes fuerzas innecesariamente, podrías necesitarlas después.

PD 2. Lo importante no es llegar el primero. Lo importante es llegar.

lunes, 24 de junio de 2013

Summertime

Recientemente he descubierto que el césped es mi medicina. Mi antídoto ante todo: la apatía, la depresión, los nervios y, sobretodo, el calor. No sé si soy yo, pero mirando hacia arriba todo se ve mejor. Te olvidas de lo que te rodea y adquieres otro punto de vista, uno poco habitual. Contrapicado. Los árboles, el cielo... Todo parece distinto y más guay.

El verano es guay. Estados de ánimo, idas y venidas a parte, el verano lo cubre todo de un halo mágico, especial. La naturaleza inspira, la ropa motiva, el agua refresca, los cafés se granizan y convierten cualquier merienda en un super planazo que parece salido de un anuncio de Estrella Damm. 

Me gusta el verano porque voy por la calle con los cascos puestos y suena Taylor Swift (sí, Taylor Swift). Y me siento como si tuviera 22 (aunque en realidad tengo dos, casi tres, añitos más). Y me imagino que caen globos de colores del cielo y me dan ganas de dar vueltas para que la falda de mi vestido se abombe, como cuando era pequeña. Y entonces llega el momento estelar y me pongo a darlo todo (mentalmente) con Efecto Pasillo. Y el compás lo marcan mis discretas caderas, pero me siento la única y más deseada mujer sobre la faz de la tierra (viva la música, by the way). Y pienso que me gustaría tener un poco más de morro, como los apasionados flamenquillos que no dudan en cantar a viva voz en medio de la calle.


También he descubierto que cada vez me importa menos lo que esté bien o mal. Hay límites claro, pero es que es tan, tan agotador hacer lo que "es mejor". ¿Y quién dice que lo sea? ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? ¿Quién nos garantiza que hacer lo correcto hoy nos hará más felices mañana? Lo "mejor" es relativo, muy relativo.

Así que aunque este estado de ánimo (pasajero, seguro) de anuncio de compresas dure poco, y pase lo que pase mañana, sé que aún quedan tres meses de verano. De sol, de césped, de playa, de pueblito bueno (Glo ;) ), de 25 cumpleaños, de repostería. De idas y venidas, lo sé. Tres meses, y los que vendrán, de pura (y prometo intentarlo, dura) Nuria.



jueves, 20 de junio de 2013

El bufón del universo

Que sí, que cada vez lo tengo más claro. Que tengo a un coro celestial ahí arriba haciendo y deshaciendo a su antojo y partiéndose de mí y de mi caótica vida. Y Noelia también lo sabe, porque de ella también se ríen. Malditos, que sois unos malditos. Hoy las dos nos hemos sentido un poco bufonas y hemos decidido, para consolarnos, que es nuestro precio a pagar por haber sido unas auténticas arpías en otra vida. Pues nada, si hay que compensar se compensa. Karma lo llaman, ¿no? Pero vamos, que una putada serlo, lo es. 

Si hay que reírse nos reímos también. Porque el césped  y los árboles bonitos del cauce del río Turia ayudan. Como también lo hacen los tuppers de restos de otro día, el tiramisú casero y el chocolate Milka de Oreo. Y porque nuestras sonrisas eclipsan al mismo sol (ahí la llevas, estúpido Universo). Noelia y yo te desafiamos, te desafiamos mucho. Y por eso nos reímos hasta de nuestra sombra.

Hasta aquí la Nuria chulita e irónica que tan pocas veces se deja ver por este blog (algo más en el día a día).

Empieza ahora la Nuria pringada, en la piel de la cual me siento bastante más cómoda, más que nada por costumbre. La que implora, suplica y se arrodilla si hace falta para clamar al cielo un: "como broma ya está bien, pero vale ya, ¿no?". 



Necesito unas vacaciones. Un descanso de no hacer nada. Porque no hacer nada cansa, y mucho. Cansa el alma, la ilusión y la persistencia (vale, ya me estoy poniendo moñas). Porque a las víctimas de esta generación perdida se nos mira mal cuando pedimos unas vacaciones. Unas vacaciones para dejar de pensar, de darle vueltas, de inventarse y reinventarse cada día. Unas vacaciones para el corazón, que lo tengo gripado, por Dios santo.

Y hasta aquí mi despotrique de hoy (podría seguir eternamente pero tengo hambre y sueño y alguna cosa más que no identifico). 


martes, 4 de junio de 2013

El trébol de cuatro hojas

El primer estante del armario que hay bajo la pila de mi cuarto de baño es un auténtico muestrario de lacas de uñas. Os lo juro. Exagerado. He llegado a creer que tengo un problema, sobretodo teniendo en cuenta que la mayoría de las veces me muerdo las uñas y no puedo lucirlas. Pero bueno, lo importante es la actitud, o eso dicen. Por eso en el primer estante que hay bajo la pila de mi cuarto de baño hay esmaltes rojos, rosas, naranjas, verdes, azules, morados y todos sus derivados. Por eso, ayer cogí el pintauñas color turquesa y vestí con esmero mi desnudas y mordisqueadas uñas. Porque lo importante siempre es la actitud.



Eso dice, al menos, El Libro de la Buena Suerte. Un tomo breve, cuyo contenido, a priori, juzgué demasiado predecible y simplón, pero que tras su lectura me dejó algunas reflexiones importantes. ¿Qué pensaríais si, para conseguir la felicidad eterna, tuvierais que encontrar el lugar exacto donde nacerá un trébol de cuatro hojas en un extensísimo bosque? Imposible, ¿verdad? Ciertamente lo es. Como increíble es el final de El Libro de la Buena Suerte, en el que uno de sus protagonistas consigue, efectivamente, hallar el codiciado sitio. Bueno, en realidad, lo que hace el tenaz caballero es escoger una parcela al azar y crear en ella todas las condiciones necesarias (sol, viento, tierra) para que el mágico trébol crezca, esperando que la madre naturaleza elija justo ese punto para hacer nacer la diminuta planta. 

Extrapolemos. ¿Quieres conseguir algo? Pon de tu parte. Crea condiciones, facilita situaciones. Haz que pase. Suena fácil, pero no lo es. Está claro que no conseguiremos que nos lluevan billetes sólo por plantarnos en medio de la calle con un capazo y muchas ganas. No. Pero nos sorprenderíamos si, en lugar de quejarnos y maldecir al universo y cruel destino cuando algo nos sale mal, optáramos por adoptar una actitud predispuesta. Osea, que si quieres recibir invitados, asegúrate de que te pillen con la mesa puesta. La Buena Suerte se crea, no se atrae. No busquéis más tréboles de cuatro hojas: lanzaros a cultivarlos. Porque la vida sólo pasa una vez, y vale la pena luchar por las cosas que realmente le dan sentido. 




miércoles, 22 de mayo de 2013

La ruleta del querubín

¿Sabes cuándo intentas cincelar una estatua romana con un hacha? ¿Cuándo pretendes tallar una preciosa figurita con una motosierra? Algo así me pasa. Desaforada, exagerada, grotesca, bruta, desproporcionada. Es como si nada de lo que tengo en la cabeza me sirviera para afrontar lo que tengo frente a los ojos. Como si estuviera ante un panel lleno de herramientas colgantes, de esos que tienen los utensilios repasados con rotulador, y por más que buscara con la mirada, ninguno me sirviera para abordar el destino que me ha tocado. 

Más o menos así lo veo. Una ruleta enorme antes de nacer. Y tú ahí, cual querubín nonato con alitas esperando a ver si la suerte te sonríe: "tú serás un pringado y no te comerás un rosco", "tú serás un triunfador en los negocios", "a ti te tocará vivir hasta los cien años". ¿Que si estoy contenta con lo que me tocado en la ruleta? Bueno, no me quejo. Si esto fuera La Ruleta de la Suerte, le pediría a Jorge Fernández que me diera un poco más de pasta. O al menos, que trucara la mágica rueda para que me saliera un comodín que poder canjear por cualquier otra cosa. Eso es. Cualquier otra cosa. Esa cosa. Eso. Ése. Él. Tú. 



Pero como eso es imposible, sigo buscando delicados pinceles, suaves esponjas, leves plumas. Cualquier manera dulce, sensata, calmada de afrontar la realidad. Y, nada, que nada me encaja. Que nada me sirve. Todo es demasiado grande, demasiado pequeño, demasiado concreto, demasiado abstracto. Mucho me temo que me toca hacer de inventora y crear una nueva herramienta. Una que me entienda y que no queme. Que me respete y no me juzgue. Que me permita crear algo nuevo, sin mancillar lo viejo. Una "superherramienta" que ni Doraemon hubiera podido imaginar. Ese es el reto. Se admiten ideas. 

lunes, 13 de mayo de 2013

Virtudes

Hay quien quiere ser un triunfador. Quien persigue desesperadamente el amor. Quien busca el trabajo de su vida. Hay, incluso, quien se busca a sí mismo... Pero Virtudes sólo quería una foto entre las rosas. Las rosas rosas, rojas y amarillas del parque de su barrio. 


Virtudes ya es una triunfadora. Tiene 80 años (¡ahí es poco!) y me imagino cuántas decepciones, tragos amargos y baches a sus espaldas. Pero, milagrosamente, sonríe como si tuviera 15 primaveras. Porque sigue enamorada de su marido, después de 55 años de matrimonio y 14 años de noviazgo. Porque tiene nietos, también triunfadores, repartidos por todo el mundo. Inglaterra, Nueva York, México... Son algunas de las paradas que ha realizado en su camino. Quién se lo iba a decir a ella cuando era tan sólo una niña jugando en el patio de alguna blanquísima casa de pueblo andaluza. 

Virtudes se acercó a nosotras porque su sueño aquel día era fotografiarse junto a las rosas. Y lo cumplió. Aunque nosotras sospechamos que sólo era una excusa para llevar a cabo una misión mucho más importante: hablarnos. Ella nos contó cosas sobre su magnífica vida, y quién sabe si por casualidad, obvió lo malo y se centró sólo en lo bueno. Su único reproche no fue sobre su mala salud, la dejadez de sus hijos o la política, sino sobre el hecho de no poder apretujar a su biznieta, que vive en otro país. 

Virtudes nos recordó que los problemas diarios, por mucho que a veces nos engullan y abrumen, son sólo pasajeros. Que dentro de 60 años, cuando tengamos su edad, ninguno de los problemas o dudas que nos absorben ahora permanecerán. Que todo pasará por el camino. Se esfumarán algunos conflictos, llegarán otros, quizá peores. Pero, lo he decidido, haré lo que sea, lo que sea, para llegar a la octava década de mi vida bailando, sonriendo y contándole batallitas a algún par de jovencitas "con cara de buenas personas". 



Virtudes sólo quería hacerse una foto con la rosas, o eso nos dijo. Yo creo que ella nos eligió cuidadosamente, entre todas las personas del parque, para confiarnos su historia. Creo que ella intuyó que necesitábamos su testimonio para recuperar la esperanza en una vida mejor, más sencilla, más alegre. Su relato, felizmente desordenado, nos envolvió de cariño y trascendencia, y nos olvidamos de todo lo demás.

Gracias, Virtudes.

Gracias, G. No hubiera sido lo mismo sin ti. 

martes, 23 de abril de 2013

Las historias de mi vida

El olor a papel nuevo, o mejor aún, viejo y polvoriento. El tacto áspero de las hojas. Las esquinas dobladas que indican parones imprescindibles en futuras re-lecturas. Lo bien que quedan en cualquier sitio: encima de la mesita de noche junto a las gafas, al lado de una infusión calentita, esperando ordenadamente en la estantería, o sobre la cama, entre las sábanas. 

Esa impagable sensación de aislamiento, de perder voluntariamente la noción del espacio-tiempo. De zambullirte en personajes, lugares, historias... Vivas imágenes mentales que las ocasionales versiones cinematográficas se encargan de mancillar. 

Los libros. La lectura. Leer (escribir). Imaginar. Pensar (o dejar de pensar). Creer. Replantear. Aprender. Descubrir. Todo esto y mucho más es para mí un tomo de páginas grapadas, recogidas entre dos tapas. Todo lo que te haga evadirte, ganar algo que no tenías cuando empezaste a leer. 

Cuando aún no alcanzaba una década de edad, descubrí que me gustaba leer gracias a Amelia Jane, una traviesa muñeca y el resto de amigos juguetes que cobraban vida cuando nadie miraba. Algo así como un Toy Story antiguo, pero con mucho más encanto. Luego, un Barco de Vapor me condujo por cientos de caminos con sus historias: sus Lúas, sus Susi y Paul, sus fábricas de nubes y su inventor de mamás. Entonces era poco más que una forma de diversión. Pero, ¿qué es si no la lectura? 


Que sí, que me encantó descubrir a Neruda, sus 20 poemas de amor y su canción desesperada, cuando apenas contaba 15 primaveras. Tanto, que hoy sigue siendo uno de mis libros favoritos. Nunca le he visto la gracia, lo confieso, al Quijote ni al Lazarillo (y ahora podéis matarme). Me fascinó descubrir la imprescindible versión de África de Kapuscinski en Ébano, ya bien crecidita en la facultad. Y aprendí mucho sobre lo que es de verdad el periodismo con Riebenbauer y Georg Heinz. 

Pero los mejores momentos cerca de un libro los pasé con los misterios de los best sellers de Mary Higgins Clark o Carlos Ruiz Zafón. Con el Caballero de la Armadura Oxidada, que inauguré en 1º de la ESO, y he entendido por fin ahora, con casi un cuarto de siglo a mis espalditas. Muriendo de miedo con la colección Pesadillas y de risa con El Pequeño Vampiro. Secando mis lágrimas en mi Libro de las buenas noches, que siempre me saca una sonrisa. Y tantos, tantos otros tomos, más o menos importantes, algunos de escasa calidad literaria, que me han hecho reír, llorar y divertirme.




Hoy va por esas pequeñas grandes historias que hacen que seamos como somos, que algún día nos arrancaron una sonrisa, y que aún recordamos con cariño.