domingo, 9 de marzo de 2014

La fauna de la mascletà. Propuesta de Clasificación.

Valencians, ja estem en Falles. O lo que es lo mismo, queda oficialmente inaugurada esa maravillosa época del año en la que la Ciudad del Turia se transforma en una jungla donde impera el caos y en el reino mayor del "todo-vale". Pero, ¿y lo bien que nos lo pasamos?

Que si cortan las calles muy pronto. Que si se ha perdido el espíritu crítico de los monumentos. Que si Valencia entera huele a la fritanga de las churrerías (en serio, ¿qué pasa con las churrerías? No las he contado, pero así a ojo me da a mí que salimos a 3,5 "establecimientos" por persona). Que si "las-fallas-son-para-los-falleros",que monopolizan la fiesta y los cubatas debajo de las carpas... La fiesta josefina tiene defensores y detractores. Pero si hay un evento, multitudinario donde los haya, que aglutina al 90% de los valencianos y (casi) consigue el consenso entre todos los ciudadanos, es la MASCLETÀ.



Mascletà. Ese acto de fe puro y duro. Ese masoquismo intrínseco del ser humano que nos lleva a concentrarnos en una plaza cual latas en sardina durante una media de 20 o 30 minutos, mucho más para los que quieren salir en Canal 9 Levante TV aplaudiendo al "senyor pirotècnic". Podríamos definir una mascletà como un intenso espectáculo pirotécnico no apto para sensibles de oído. (Nota: Querido turista de piel rosácea con sombrero de Coronel Tapioca y chanclas con calcetines, si te asustas con un simple petardo, no te dejes caer por la Plaza del Ayuntamiento a las dos de la tarde. Si te tapas los oídos, morirás crucificado). 

Pero no nos engañemos, para los valencianos, una mascletà es mucho más que disfrutar del "terratrèmol final". La mascletà es un auténtico acto social. Un evento que aglutina durante 19 días a lo mejor de casa. Un verdadero documental si lo televisaran enfocando a la gente, en vez de a las carcasas. Y si ese documental sobre los asistentes a las mascletàs viera la luz algún día, sin duda se distinguirían entre la muchedumbre a varios tipos de inconfundibles e indispensables personajes. He aquí un repaso a los más característicos y con más solera de nuestra tradición más ruidosa y querida.

- El porrero. El primero de nuestra lista. ¿Por qué? Porque acudir a una mascletà y no detectar en el ambiente un indudable aroma a marihuana es algo del todo imposible. Vamos, que si consigues terminar una mascle sin que esto haya ocurrido, puedes ir al Guiness y registrar el récord. El porrero es una persona de una edad que oscila entre los 15 y 30 años, alguien que ha tenido toda la mañana para fumarse un canuto pero que se ha aguantado las ganas hasta las 14.00 para disfrutar de esa impagable experiencia de que el humo de su porro y el de la pólvora de la mascletà se fundan en uno solo. Pura poesía.  El fallero porrero tiene una variante muy extendida también. El abuelo del puro. Porque disfrutar de un purillo leyendo el Marca está muy bien, pero como fumárselo durante la mascletà, no hay nada, oiga.


- La pija (también conocida como "me pongo tacones y me pinto como una puerta porque a mí la mascletà me la trae floja, yo lo que quiero es lucir palmito"). La pija no puede faltar en una mascletà. La reconocerás por plantarse a tu lado con unas botas o zapatos con tacón de 10 cm mínimo, por su maquillaje tipo máscara, sus abalorios y sus litros de perfume (que, en los peores casos, te hace desear que alguien encienda un porro). La pija aguanta estoica los 20 o 30 minutos de rigor antes del aviso a coro de Rita y las falleras mayores. "Senyor pirotècnic, pot començar la mascletà". Y la pija saca de su bolso unas gafas de sol como un castillo y aguanta el espectáculo sin pestañear, sin sudar y, por supuesto, sin quejarse de los tacones. A ti, mientras, te sobra el pañuelo de fallera, la camiseta interior, los calcetines y hasta las bragas. "Sí que fa calor, sí, xiquetaaaa", te dirá algún abuelillo del terreno al ver los gotarrones caer por tu frente y tus mejillas incandescentes cual Gusiluz.

- La choni-pandi. Porque donde hay una choni, hay dos, o tres, o quince. Las reconocerás... ya sabes, por el leopardo, el eyeliner de a palmo, el rubio ceniza, o las prendas de pelo. Una choni en una mascletà se crece. Si ya en su día a día, no suele caracterizarse por la finura de sus modales, el caos propio del evento fallero por excelencia multiplica por mil sus empujones, sus conversaciones a un tono tan alto que se escuchan en la Renfe, sus "eh nano", y sus ganas de liarla parda en general.

- El grandullón. Dícese del ciudadano "más alto que un pino y más tonto que un pepino" que se te planta delante en todas, todas, TODAS las mascletàs. Vale, que tú superas por poco el metro y medio de estatura, pero es que los tío-armario te persiguen. Te buscan, te huelen. Y cuando te encuentran, se te ponen delante y aseguran su posición poniendo los brazos en jarra. Si consigues llegar al segundo aviso sin que un gigante decida situarse enfrente de ti, no cantes victoria. Puede que ese aparentemente inofensivo calvito de 1.70 que tienes delante esté a punto de subir a horcajadas a su hija pequeña, que lleva taladrándote el oído con su "no voy a ver nada, papi", durante los últimos minutos. 

- Los correprisas. Esos valencianos de la terreta que han conseguido levantarse de la cama tras el desfase verbenero de la noche anterior. La cassalla y los cubatas aún inundan sus venas en un nivel que desintegraría un alcoholímetro. Pero la mascle es sagrada. Por eso han hecho un esfuerzo sobrehumano de levantarse a la una y media y conducir sus motos tuneadas hasta Plaza España. Los reconocerás porque se suelen mover en parejas o tríos. Avanzan entre la multitud apartando a la gente a codazos (sobando algún culo que otro si viene de paso la cosa), y pretendiendo llegar a la primera fila de la mascletà cuando a las dos menos cinco aún ven a Rita como un puntito rojo en el balcón (que están a tomar viento, vamos). Lo pretenden y lo conseguirán. Tú nunca lo verás, porque eres demasiado pringado educado como para colarte entre la gente, pero los tres correprisas (uno de ellos irá necesariamente hablando por el móvil con un cuarto correprisas al que se le han pegado las sábanas y aún está aparcando la moto) alcanzarán las primeras filas justo dos minutos antes de que el pirotécnico prenda la mecha de la traca. Una verdadera hazaña que compartirán en Instagram junto a un selfie de caras sudorosas y ojeras hasta el suelo. Y sólo entonces podrán empezar a silbar como si no hubiera un mañana, porque serán las 13.58 y el señor Caballer (uno de tantos) estará distraído charlando sobre el partido de anoche con el policía local de turno.


- La familia feliz. Papá, mamá, y de dos a cinco churumbeles. Son un verdadero equipo y van preparados. Llevan bandoleras climatizadas donde guardan cervecita para los mayores, Coca-Coca para los pequeños, kikos, pipas, chuches y todo tipo de refrigerios para descartar la deshidratación. Ellos sí que saben. Por supuesto, allí donde hay una familia feliz, hay una muralla de dulces angelitos que te tapan absolutamente toda la vista subidos desde los hombros de su padre. Y ése es el momento en el que miras a tus amigas sopesando cuál es la más fuerte de todas y cuál de ellas estaría dispuesta a subirte a caballito cinco minutejos de nada.

- Staff. En esta categoría caben vendedores de "celveza", "cerveza", o "servesa" fría; chonis ligeritas de ropa que menean el culo al ritmo del chunda-chunda, subidas en camiones que publicitan bebidas alcohólicas y otras cosillas; azafatas que reparten churros inflables, gorritos de paja y otras chuminadas varias que tirarás a la basura de camino a casa (no sin antes compartir una foto haciendo el moñas en cualquiera de tus redes sociales)... En fin, aquí cabe todo. Donde hay gente, hay negocio. Y la mascletà es el anuncio más grande del mundo.



Y luego... luego estás tú. Una persona muy rara, masoquista y nostálgica que sólo va a la mascletà para disfrutar de cinco minutos de frenesí pirotécnico. Sólo eso. Cinco minutos que, con suerte, acabaran con una buena apoteosis que te dejará las manos rojas de aplaudir pero que, en el peor de los casos, te hará volver a casa decepcionado. Entonces tendrás hambre, estarás bañada por el sudor, con la sesera recalentada y al borde de la insolación. Tendrás hambre y aún te quedará la vuelta a casa andando (asúmelo, el autobús y el metro son para los valientes, para los que no aprecian su vida y no les importa morir aplastados en el transporte público, así, de la manera más tonta). Estarás cansada por el pateo de la ida, con los riñones de una pieza por la espera, con una tendinitis en el cuello por estirarte para intentar vislumbrar algo y, probablemente, te estarás meando a causa del botellín de agua que te has bebido tratando de evitar la deshidratación. 

Pero no passa res, xicona, porque son Fallas y el masoquismo sólo acaba de empezar. Quedan los pateos por el Carmen en busca de una verbena molona, las carreras por la Alameda detrás de los borrachos calcina-piernas, los apretujones para conseguir ver de cerca alguna de las fallas de Secció Especial, los churros aceitosos y kebabs a altas horas de la madrugada. Queda lo mejor.

VISQUEN LES FALLES, XÈ!!








martes, 4 de marzo de 2014

Cara

Te dejaste una moneda en el bolsillo de mi abrigo. Esa que nunca nos cansamos de lanzar. Cruz. Cruz. Cruz. Mil veces y siempre cruz. Nos volvimos adictos a lanzar esa moneda como otros se enganchan al Scrabble, al billar o a la droga más dura.

¿Por qué dejar de lanzarla al aire, de disfrutar de ese plácido intervalo de dulce incertidumbre, cuando aún no era cara ni era cruz? ¿Y si guardábamos la moneda justo antes de lanzarla por última vez? ¿Y si esa última vez, pobres ignorantes, era la vez que, por fin, saldría cara?

No podíamos arriesgarnos a no ser felices pudiendo, simplemente, sobrevivir siendo infelices.

Y así seguíamos, sobreviviendo, porque vivir hubiese sido demasiado fácil, porque para vivir no hacía falta lanzar monedas. Y así seguíamos, adictos al azar, sabiendo que tras cada cruz volveríamos a estar, aunque continuaríamos sin ser. 

Nunca fuimos y da igual. Tu moneda con cara y cruz se movió una vez más, del bolsillo de mi abrigo a algún oscuro rincón. Y en ese bolsillo ahora habitan el mar, la libertad y la paz concentrados en el tacto rugoso de una concha que sólo puede ser una concha. Que sólo puede ser cara.


domingo, 2 de marzo de 2014

Dos naranjas

No me gusta nada la idea de ser la mitad de alguien. Menos aún que alguien sea la mía. La vida ya está hecha de demasiadas mitades, empezando por nosotros mismos. Somos mitad miedo y mitad valor, mitad fe y mitad desesperanza, mitad luz y mitad sombras. Consciente o subconsciente. Cabeza o corazón. Sí o no. Ahora o nunca. 

Prefiero más bien que alguien entero se tope con mi entereza por casualidad. 

Todo lo demás es sumar mitades, reunir fracasos, cargar de piedras ajenas la espalda ya cargada de las propias. Puede resultar agradable a veces, sobre todo si es a ti a quien le toca descargar parte del peso en alguien que, a priori, puede parecerte más robusto. Puede resultar apacible, confortable. Pero nunca sale bien. Porque a lo largo de la vida nunca nos tropezaremos con una mitad como la nuestra.

Todo lo demás es un refugio, no una casa.


refugio.
(Del lat. refugium)
1.m. Asilo, acogida o amparo.
2.m. Lugar adecuado para refugiarse.

Como el roble del bosque, tú eres mi parte, yo soy el todo.