miércoles, 28 de mayo de 2014

La última historia

A algunas personas les consuela escuchar música en la oscuridad. A otras, atiborrarse de helado a cucharadas soperas. Hay a quien le da por el running, o incluso por aporrear y ahogar gritos en almohadas.
A mí lo que me ha consolado siempre son las letras. Me gusta consumirlas, necesito producirlas. Sí, las letras son mi consuelo. Que unas puestas detrás de otras compongan un sentido que me resulte familiar, o que me sea tan ajeno que me despierte un hambre voraz.
Un poco de las dos cosas me despertó una frase que llegó a mí por casualidad, que es la manera más común que tienen de llegar las cosas buenas.
“Tu pasado es sólo una historia”
Algo de mí quiso aferrarse a ella, celebrarla como si fuese un gol de mi equipo o, mejor aún, una victoria propia.
“Sólo una historia. Claro. Ya está. Puedo cambiarla cuando y como quiera. Inventar un nuevo argumento para que otra historia empiece y el pasado sea sólo eso, historia.
Porque al final la vida es eso. Cosas que te pasan en un momento que se llama presente. Y en el presente crees que te mueres, pero luego llega el futuro para reírse de ti con una mueca burlona que dice “¿De verdad creías que eso te mataría?”.
Porque al final todos huimos de algo. De personas o de nosotros mismos. De palabras dichas y guardadas. De letras plasmadas y nunca pronunciadas. Mis letras más recientes han tenido demasiado pasado y pocas historias. Y, ¿quien sabe? Puede que siga siendo así durante algún tiempo más, o siempre. Ellas son caprichosas. Ellas me hacen a mí y no al revés. Ellas, mis letras, han querido trazar este nuevo comienzo que es un punto y seguido. Nunca me gustaron los puntos y aparte, me suenan a abandonar mochilas a su suerte en cunetas cuando, en realidad, la vida sigue después de cada punto. Con piedras y flores nuevas en el equipaje. Hay que llevarlas encima. Son el recordatorio, la huella, la memoria histórica.
Son el último trozo de hilo antes de la siguiente puntada.
Tejetintas es ese maravilloso punto.
Y seguido.

miércoles, 16 de abril de 2014

Diez minutos

Me estaba comiendo una manzana cuando la vi. Sólo tenía permitidos diez minutos de descanso, y mejor aprovecharlos para regalarle a mi cerebro un buen chute de vitaminas. Al otro lado de la ventana estaba ella, de pie cerca de una pared, aprovechando un triángulo de sombra, un verdadero oasis en plena tiranía del sol del mediodía. No parecía estar haciendo nada, o al menos nada importante. 

Llevaba puesto un traje de falda en color crema, zapatos negros lustrosísimos y un bolso de piel de los que ya no hace ni Louis Vuitton. Con su permanente recién hecha, su postura erguida y su mirada atenta consiguió haciendo eso, nada, que una joven apresurada por norma y estresada de serie se parase a reconsiderar unas cuantas cosas sobre la velocidad. Y todo, en el tiempo en que se tarda en comer una manzana.

Porque la anónima octogenaria en la que se posó mi vista durante mi descanso de la pantalla del ordenador estaba, simplemente, haciendo nada. Quizá esperase a alguien, a una hija, un nieto o al destinatario de un amor de esos que ya no existen. Pero, muy probablemente, ni siquiera aguardaba nada. Simplemente, repito, estaba allí sin hacer nada. 

El cielo había amanecido de un azul imposible, la temperatura era agradable a la sombra. Y había tanta vida a su alrededor... ¿Por qué iba a necesitar un motivo para estar allí parada? ¿Por qué iba a desperdiciar el momento ensimismándose con un smartphone? ¿Por qué iba a revolver nerviosamente en su bolso buscando nada, o a hacer limpieza de los resguardos acumulados en su cartera, o a comprobar si había cogido cualquier cosa que realmente no iba a necesitar con casi total seguridad? ¿Por qué iba a enfrascarse voluntariamente en cualquier otra realidad que no fuera la que tenía ante sus ojos? 

Niños jugando, gente paseando, árboles, asfalto, sol, un supermercado, una librería, una parada de autobús, un montón de cajones con fresas, naranjas y cerezas.Vida, sin más.

Ella no parecía estar haciendo nada, o al menos nada importante. Y eso me hizo pensar si no serán las cosas menos aparentemente trascendentales, las verdaderamente importantes. 


miércoles, 9 de abril de 2014

Tu eterna secundaria

- Nunca te enamores de un personaje secundario. Los secundarios vienen, hacen lo que tienen que hacer, y después se van. 

Me lo contó mi amiga hace unos días. La frase ni siquiera era para mí, formaba parte de otra historia porque supongo que una frase así le hace falta a mucha gente. La premisa es sencilla. Si te enamoras de un personaje secundario estás abocándote irremediablemente al sufrimiento. Éste terminará por irse, porque en su naturaleza misma está el no quedarse para siempre en tu historia.

Por eso, no te enamores nunca, nunca, nunca, de un personaje secundario.

¿Nunca? Asegurarse el nunca no es tarea fácil. Nadie tiene un detector de secundarios e incluso si en algún momento intuimos como un chispazo la fugacidad de la existencia de esa sonrisa, de esa mano sobre la mano o del tacto de ese pelo, entonces nosotros mismos cambiamos voluntariamente el curso de nuestra historia y le damos a ese secundario un papel protagonista. Y así sucede. Yo, que cada vez creo menos en lo de que todo está escrito y creo más en que lo que haces (y sobre todo lo que no haces) es lo que escribe o deja de escribir páginas, no fui la primera ni seré la última en regalarle el protagonismo de mi vida a un secundario. Él protagonizó mis pensamientos todo el rato, mis sueños a veces, y mis miedos siempre. 

Porque perderse en el engaño es sencillo, casi plácido. Es como remar a favor del viento. Como seguir confiando en que el malo de la historia no puede ser, de ninguna manera, ese personaje tan simpaticón del que ya empezaste a sospechar levemente en las primeras páginas de aquella novela policíaca. Pero la verdad, aunque no te la quieras creer, siempre se abre paso, y lo que tiene que acabar, acaba. Yo, personalmente, sólo creo en los finales buenos. 

Y la cosa es que... un secundario siempre será un secundario. Podrá adorarte a la luz de mil estrellas, las mismas que mirarás con nostalgia en la soledad de otro momento. Podrá quererte tanto como tú le querías, e incluso deseará con todas tus fuerzas cambiar el curso de su historia y que tú seas su protagonista. Podrá estirar como un chicle su existencia a tu lado o podrá, simplemente, ansiar llegar hasta ese último "Fin".

Pero ese sería otro libro. No el tuyo, no el suyo. No el vuestro.



Por suerte, al final siempre llega la ola buena. Sólo hay que tener un poco de paciencia...

domingo, 9 de marzo de 2014

La fauna de la mascletà. Propuesta de Clasificación.

Valencians, ja estem en Falles. O lo que es lo mismo, queda oficialmente inaugurada esa maravillosa época del año en la que la Ciudad del Turia se transforma en una jungla donde impera el caos y en el reino mayor del "todo-vale". Pero, ¿y lo bien que nos lo pasamos?

Que si cortan las calles muy pronto. Que si se ha perdido el espíritu crítico de los monumentos. Que si Valencia entera huele a la fritanga de las churrerías (en serio, ¿qué pasa con las churrerías? No las he contado, pero así a ojo me da a mí que salimos a 3,5 "establecimientos" por persona). Que si "las-fallas-son-para-los-falleros",que monopolizan la fiesta y los cubatas debajo de las carpas... La fiesta josefina tiene defensores y detractores. Pero si hay un evento, multitudinario donde los haya, que aglutina al 90% de los valencianos y (casi) consigue el consenso entre todos los ciudadanos, es la MASCLETÀ.



Mascletà. Ese acto de fe puro y duro. Ese masoquismo intrínseco del ser humano que nos lleva a concentrarnos en una plaza cual latas en sardina durante una media de 20 o 30 minutos, mucho más para los que quieren salir en Canal 9 Levante TV aplaudiendo al "senyor pirotècnic". Podríamos definir una mascletà como un intenso espectáculo pirotécnico no apto para sensibles de oído. (Nota: Querido turista de piel rosácea con sombrero de Coronel Tapioca y chanclas con calcetines, si te asustas con un simple petardo, no te dejes caer por la Plaza del Ayuntamiento a las dos de la tarde. Si te tapas los oídos, morirás crucificado). 

Pero no nos engañemos, para los valencianos, una mascletà es mucho más que disfrutar del "terratrèmol final". La mascletà es un auténtico acto social. Un evento que aglutina durante 19 días a lo mejor de casa. Un verdadero documental si lo televisaran enfocando a la gente, en vez de a las carcasas. Y si ese documental sobre los asistentes a las mascletàs viera la luz algún día, sin duda se distinguirían entre la muchedumbre a varios tipos de inconfundibles e indispensables personajes. He aquí un repaso a los más característicos y con más solera de nuestra tradición más ruidosa y querida.

- El porrero. El primero de nuestra lista. ¿Por qué? Porque acudir a una mascletà y no detectar en el ambiente un indudable aroma a marihuana es algo del todo imposible. Vamos, que si consigues terminar una mascle sin que esto haya ocurrido, puedes ir al Guiness y registrar el récord. El porrero es una persona de una edad que oscila entre los 15 y 30 años, alguien que ha tenido toda la mañana para fumarse un canuto pero que se ha aguantado las ganas hasta las 14.00 para disfrutar de esa impagable experiencia de que el humo de su porro y el de la pólvora de la mascletà se fundan en uno solo. Pura poesía.  El fallero porrero tiene una variante muy extendida también. El abuelo del puro. Porque disfrutar de un purillo leyendo el Marca está muy bien, pero como fumárselo durante la mascletà, no hay nada, oiga.


- La pija (también conocida como "me pongo tacones y me pinto como una puerta porque a mí la mascletà me la trae floja, yo lo que quiero es lucir palmito"). La pija no puede faltar en una mascletà. La reconocerás por plantarse a tu lado con unas botas o zapatos con tacón de 10 cm mínimo, por su maquillaje tipo máscara, sus abalorios y sus litros de perfume (que, en los peores casos, te hace desear que alguien encienda un porro). La pija aguanta estoica los 20 o 30 minutos de rigor antes del aviso a coro de Rita y las falleras mayores. "Senyor pirotècnic, pot començar la mascletà". Y la pija saca de su bolso unas gafas de sol como un castillo y aguanta el espectáculo sin pestañear, sin sudar y, por supuesto, sin quejarse de los tacones. A ti, mientras, te sobra el pañuelo de fallera, la camiseta interior, los calcetines y hasta las bragas. "Sí que fa calor, sí, xiquetaaaa", te dirá algún abuelillo del terreno al ver los gotarrones caer por tu frente y tus mejillas incandescentes cual Gusiluz.

- La choni-pandi. Porque donde hay una choni, hay dos, o tres, o quince. Las reconocerás... ya sabes, por el leopardo, el eyeliner de a palmo, el rubio ceniza, o las prendas de pelo. Una choni en una mascletà se crece. Si ya en su día a día, no suele caracterizarse por la finura de sus modales, el caos propio del evento fallero por excelencia multiplica por mil sus empujones, sus conversaciones a un tono tan alto que se escuchan en la Renfe, sus "eh nano", y sus ganas de liarla parda en general.

- El grandullón. Dícese del ciudadano "más alto que un pino y más tonto que un pepino" que se te planta delante en todas, todas, TODAS las mascletàs. Vale, que tú superas por poco el metro y medio de estatura, pero es que los tío-armario te persiguen. Te buscan, te huelen. Y cuando te encuentran, se te ponen delante y aseguran su posición poniendo los brazos en jarra. Si consigues llegar al segundo aviso sin que un gigante decida situarse enfrente de ti, no cantes victoria. Puede que ese aparentemente inofensivo calvito de 1.70 que tienes delante esté a punto de subir a horcajadas a su hija pequeña, que lleva taladrándote el oído con su "no voy a ver nada, papi", durante los últimos minutos. 

- Los correprisas. Esos valencianos de la terreta que han conseguido levantarse de la cama tras el desfase verbenero de la noche anterior. La cassalla y los cubatas aún inundan sus venas en un nivel que desintegraría un alcoholímetro. Pero la mascle es sagrada. Por eso han hecho un esfuerzo sobrehumano de levantarse a la una y media y conducir sus motos tuneadas hasta Plaza España. Los reconocerás porque se suelen mover en parejas o tríos. Avanzan entre la multitud apartando a la gente a codazos (sobando algún culo que otro si viene de paso la cosa), y pretendiendo llegar a la primera fila de la mascletà cuando a las dos menos cinco aún ven a Rita como un puntito rojo en el balcón (que están a tomar viento, vamos). Lo pretenden y lo conseguirán. Tú nunca lo verás, porque eres demasiado pringado educado como para colarte entre la gente, pero los tres correprisas (uno de ellos irá necesariamente hablando por el móvil con un cuarto correprisas al que se le han pegado las sábanas y aún está aparcando la moto) alcanzarán las primeras filas justo dos minutos antes de que el pirotécnico prenda la mecha de la traca. Una verdadera hazaña que compartirán en Instagram junto a un selfie de caras sudorosas y ojeras hasta el suelo. Y sólo entonces podrán empezar a silbar como si no hubiera un mañana, porque serán las 13.58 y el señor Caballer (uno de tantos) estará distraído charlando sobre el partido de anoche con el policía local de turno.


- La familia feliz. Papá, mamá, y de dos a cinco churumbeles. Son un verdadero equipo y van preparados. Llevan bandoleras climatizadas donde guardan cervecita para los mayores, Coca-Coca para los pequeños, kikos, pipas, chuches y todo tipo de refrigerios para descartar la deshidratación. Ellos sí que saben. Por supuesto, allí donde hay una familia feliz, hay una muralla de dulces angelitos que te tapan absolutamente toda la vista subidos desde los hombros de su padre. Y ése es el momento en el que miras a tus amigas sopesando cuál es la más fuerte de todas y cuál de ellas estaría dispuesta a subirte a caballito cinco minutejos de nada.

- Staff. En esta categoría caben vendedores de "celveza", "cerveza", o "servesa" fría; chonis ligeritas de ropa que menean el culo al ritmo del chunda-chunda, subidas en camiones que publicitan bebidas alcohólicas y otras cosillas; azafatas que reparten churros inflables, gorritos de paja y otras chuminadas varias que tirarás a la basura de camino a casa (no sin antes compartir una foto haciendo el moñas en cualquiera de tus redes sociales)... En fin, aquí cabe todo. Donde hay gente, hay negocio. Y la mascletà es el anuncio más grande del mundo.



Y luego... luego estás tú. Una persona muy rara, masoquista y nostálgica que sólo va a la mascletà para disfrutar de cinco minutos de frenesí pirotécnico. Sólo eso. Cinco minutos que, con suerte, acabaran con una buena apoteosis que te dejará las manos rojas de aplaudir pero que, en el peor de los casos, te hará volver a casa decepcionado. Entonces tendrás hambre, estarás bañada por el sudor, con la sesera recalentada y al borde de la insolación. Tendrás hambre y aún te quedará la vuelta a casa andando (asúmelo, el autobús y el metro son para los valientes, para los que no aprecian su vida y no les importa morir aplastados en el transporte público, así, de la manera más tonta). Estarás cansada por el pateo de la ida, con los riñones de una pieza por la espera, con una tendinitis en el cuello por estirarte para intentar vislumbrar algo y, probablemente, te estarás meando a causa del botellín de agua que te has bebido tratando de evitar la deshidratación. 

Pero no passa res, xicona, porque son Fallas y el masoquismo sólo acaba de empezar. Quedan los pateos por el Carmen en busca de una verbena molona, las carreras por la Alameda detrás de los borrachos calcina-piernas, los apretujones para conseguir ver de cerca alguna de las fallas de Secció Especial, los churros aceitosos y kebabs a altas horas de la madrugada. Queda lo mejor.

VISQUEN LES FALLES, XÈ!!








martes, 4 de marzo de 2014

Cara

Te dejaste una moneda en el bolsillo de mi abrigo. Esa que nunca nos cansamos de lanzar. Cruz. Cruz. Cruz. Mil veces y siempre cruz. Nos volvimos adictos a lanzar esa moneda como otros se enganchan al Scrabble, al billar o a la droga más dura.

¿Por qué dejar de lanzarla al aire, de disfrutar de ese plácido intervalo de dulce incertidumbre, cuando aún no era cara ni era cruz? ¿Y si guardábamos la moneda justo antes de lanzarla por última vez? ¿Y si esa última vez, pobres ignorantes, era la vez que, por fin, saldría cara?

No podíamos arriesgarnos a no ser felices pudiendo, simplemente, sobrevivir siendo infelices.

Y así seguíamos, sobreviviendo, porque vivir hubiese sido demasiado fácil, porque para vivir no hacía falta lanzar monedas. Y así seguíamos, adictos al azar, sabiendo que tras cada cruz volveríamos a estar, aunque continuaríamos sin ser. 

Nunca fuimos y da igual. Tu moneda con cara y cruz se movió una vez más, del bolsillo de mi abrigo a algún oscuro rincón. Y en ese bolsillo ahora habitan el mar, la libertad y la paz concentrados en el tacto rugoso de una concha que sólo puede ser una concha. Que sólo puede ser cara.


domingo, 2 de marzo de 2014

Dos naranjas

No me gusta nada la idea de ser la mitad de alguien. Menos aún que alguien sea la mía. La vida ya está hecha de demasiadas mitades, empezando por nosotros mismos. Somos mitad miedo y mitad valor, mitad fe y mitad desesperanza, mitad luz y mitad sombras. Consciente o subconsciente. Cabeza o corazón. Sí o no. Ahora o nunca. 

Prefiero más bien que alguien entero se tope con mi entereza por casualidad. 

Todo lo demás es sumar mitades, reunir fracasos, cargar de piedras ajenas la espalda ya cargada de las propias. Puede resultar agradable a veces, sobre todo si es a ti a quien le toca descargar parte del peso en alguien que, a priori, puede parecerte más robusto. Puede resultar apacible, confortable. Pero nunca sale bien. Porque a lo largo de la vida nunca nos tropezaremos con una mitad como la nuestra.

Todo lo demás es un refugio, no una casa.


refugio.
(Del lat. refugium)
1.m. Asilo, acogida o amparo.
2.m. Lugar adecuado para refugiarse.

Como el roble del bosque, tú eres mi parte, yo soy el todo.


lunes, 27 de enero de 2014

La chica que les sonreía a los perros

- ¿Por qué siempre les sonríes a los perros? Ellos no lo entienden...

Se encogió levemente de hombros y puso esa mueca arcoíris que tanto le gustaba. Arcoíris porque era un poco rojo duda, un poco amarillo inocencia y un poco añil sabiduría.

- No sé... Creo que los animales tienen un alma especial.

- ¿Tú crees en el alma?

- ¿Tú no?

Ahora el que se encogió de hombros fue él, pero había mucha más ignorancia y torpeza en su gesto que en el de ella.

- Entonces tampoco crees en el amor. Una lástima...- musitaron sus labios vistiendo el silencio.

- Sí, claro que creo en el amor. Ya he estado enamorado antes.

- ¿Cómo lo explicas si no es con el alma? Creo que no nos enamoramos de las personas, sino de las almas. O mejor aún, las almas se enamoran entre ellas. A veces las personas podemos seguirlas, pero otras no. ellas van por libres. Por eso hay amores que no entendemos, que detestamos incluso, que nos encadenan, que nos hacen infelices. Nosotros no queremos estar ahí pero, sin querer, lo estamos. 

- Pero...

- ¿Sabes? Dicen que el amor es ciego, pero en realidad sólo finge serlo. Hace como que no se entera de la imperfección, del dolor, de todo lo que pesa y ensombrece.

- Sí...

- El alma, las almas... Son ciegas, sordas, mudas. Hablan sin hablar y sólo saben dar.

- Algo así como los perros... -sonrió él.

- Algo así.


"El mundo giró para juntarnos el uno al otro, giró sobre sí mismo y dentro de nosotros, hasta que por fin nos juntó en este hermoso sueño".