jueves, 14 de marzo de 2013

El del día que Romi se llevó la palma

Por si quedaba alguna duda, me encantan los gatos. Bueno, me encantan todos los animales. De pequeña perseguía hormigas, rescataba gorriones caídos de árboles, contemplaba, decepcionada, el milagro de los gusanos de seda. Aprendí a cuidar antes de Lucky que de mí misma,  me montaba encima de los pastores alemanes de mi tía, que me doblaban en tamaño, y soñaba con llevarme a casa a alguno de esos perros turisanos abandonados que te perseguían hasta la puerta de tu casa. 

Pero lo mío con los gatos es adoración. A diferencia de lo que piensa mucha gente, que los ve fríos e interesados, los gatos son tan, tan, humanos... Pasan de fulminarte con una gélida mirada a restregarse por tus piernas o manos pidiendo mimos. Cuando menos te lo esperas, les da un "flus" y empiezan a correr por todo el pasillo, con doble salto mortal en las paredes incluido. Y, claro, te tienes que reír. Son tan pasotas como adorables. Andan con la majestuosidad de los leones, pero cuando se lavan la cara, vuelven a ser cachorritos indefensos. Lo que más me gusta de los gatos es cuando te miran con esa cara de no haber roto un plato en toda su vida, y tú te acuerdas del "Día en que se llevó la palma". Hablo de Romi, claro está, y de ése día con nombre propio en mi familia, como un capítulo de Friends, en el que mi querido Romi, entonces mini Romi, se lanzó a la bañera llena de agua en plan suicida, tiró y rompió varios objetos, incluida la jaula del pájaro, y algún despropósito más que ahora no recuerdo. 


Romi es ese peluchito (vale, peluchote) de color canela y blanco que pulula por mi casa y lo llena todo de pelos (y alegría) desde hace 13 añitos, nada más y nada menos. El que se vuelve loco cuando oye abrirse la puerta del armario donde guardamos su cepillo. El que no conoce una caja lo suficientemente pequeña como para no intentar meterse dentro. El que me persigue por toda la casa maullándome como si intentara decirme algo clarísimo. Y yo volviéndome loca porque tiene comida, agua y la mantita en su sitio. El que viene a recibirme cuando llego (¿quién dijo que eso sólo lo hacían los perros). El que me contesta cuando le hablo (y esto lo puedo demostrar). El que, en estos momentos, está roncando a mi lado en el sofá (le perdonamos, que ya es viejito).


Hay quienes adoran a los animales de compañía. Hay quienes los cuidan como hijos, quienes les ponen disfraces absurdos o los meten en bolsos sobaqueros. Hay quienes los ven como un objeto útil que se come los ratones y asusta a los merodeadores. Hay, por supuesto, quienes los maltratan y desprecian. No me detendré ni un segundo a calificar a estos proyectos fallidos de personas humanas.

Hay quienes compartimos nuestra vida con ellos, los respetamos y los queremos. Quienes sabemos que les damos tanto como ellos nos dan a nosotros. 

º



martes, 12 de marzo de 2013

Pasado vintage

Revolotea a mi alrededor, estos días, la palabra "retro". Echo mano de mi diccionario mental, en esa base de datos infinita repleta de recuerdos, palabras, letras de canciones y miles de toneladas de "basura espacial" que es nuestro cerebro. Para mí, algo retro (dícese también vintage) es algo antiguo, que pertenece al pasado, pero que ha cobrado un nuevo valor, generalmente estético, en el presente. Algo así como ser anticuadamente chachi, o como si el pasado, por el simple hecho de haber desaparecido y no ir a volver, duplicara su valor. 


Mmmm... Me suena. Cuantísimas personas viven aferradas a un pasado que, revestido del precioso y romántico velo de la nostalgia, les parece tan fantástico, tan maravilloso. Qué fácil es olvidar que ese pasado fue algún día nuestro presente, y de él nos quejábamos, porque no era ni tan fantástico ni tan maravilloso. Supongo que es muy sencillo, demasiado, refugiarse en el "cualquier tiempo pasado fue mejor". ¿Por qué? Bueno, es como echarle la culpa al otro. Como mirar hacia otro lado. Es el recurso fácil porque volver al pasado es del todo imposible. Y es esa imposibilidad y la consiguiente impotencia la que nos mantiene hablando en pasado ("qué feliz era, qué fácil era todo, qué tiempos aquellos"), en lugar de vivir y pensar en presente. 

Yo, por suerte, no suelo tener ese problema. Que sí, que a veces me atrapa la nostalgia y pienso que todo era más sencillo cuando la única preocupación era no salirse de la raya con el Plastidecor o completar la colección de cromos de Aladdin. Pero, generalmente (no siempre), soy más feliz en el presente que en el pasado, por difícil que éste sea. Es lo que tiene ser una optimista sin remedio, y fijarse todo el tiempo en lo aprendido, en lo que es mejor ahora que antes. En estos tiempos, me es especialmente fácil hacerlo. Porque aunque el mundo se desmorona a mi alrededor, no hay trabajo, hay desmotivación y una crisis de valores mucho más grave que la económica, me siento bien y albergo esa paz irracional que desafía a todo lo que puede ir mal o va mal.

Y bueno, básicamente eso es lo que me ha venido a la cabeza esta mañana cuando he despertado después de otra noche soñando sin parar. Soñando sobre el pasado. Y, aunque siempre me ha gustado lo retro, y últimamente más, al volver a la realidad he pensado: "pues menos mal que hoy sigue siendo hoy, y ayer fue ayer y ya no volverá". 


viernes, 8 de marzo de 2013

8/3

El 8 de marzo tiene, para mí, un sabor agridulce. La celebración del Día Internacional de la Mujer no hace sino evidenciar que, lamentablemente, aún hay desigualdades entre nosotras y ellos. Porque sí. Porque nadie celebra el día del macho ibérico, o el día de los ministros del Gobierno. Me parece bien, muy bien, que exista una jornada en la que concentrar estas reivindicaciones. Aunque no nos olvidemos de que todos los días, miles de millones de mujeres se hacen valer en todo el mundo. Ejecutivas, artistas, médicas, periodistas, profesoras, abogadas. Madres. El mundo lo mueven las madres. No por la simple capacidad de concebir (¿he dicho simple?), sino por la impagable, increíble, insuperable papelón que realizan a lo largo de toda una vida. 


El 8 de marzo se celebra porque, por desgracia, aún tenemos que enfrentarnos en muchas ocasiones a clichés prehistóricos que nos sitúan como una especie de vaporetas-amamantadoras, ahora pluriempleadas, porque resulta que se ha descubierto que también podemos arrimar el hombro. Existen, todavía, vergonzantes diferencias en el número de mujeres y hombres que ocupan cargos directivos o financieros de importancia. Lo mismo en los Gobiernos de todo el mundo. Ojalá entonces algún día deje de conmemorarse la figura de la mujer, si eso significa que habrá Igualdad en mayúsculas y en todos los ámbitos. Que nadie presupondrá que una mujer debe encargarse de las tareas del hogar por su condición de género, o que no está capacitada para realizar un trabajo absurdamente masculinizado. 


Ojalá también, el feminismo deje de entenderse como un ataque al diferente, es decir, una lucha de ellas contra ellos. Lo siento, pero de cierta manera y en algunos segmentos sociales, sigo viendo demasiado odio en lo que debería ser una reivindicación serena cargada de razones (porque lo está). Que sí, que todas hemos caído alguna vez, y yo la primera, en el "ellos son diferentes, inferiores, simples, no saben hacer dos cosas a la vez, nos subyugan" y un largo etcétera. Sí, ciertamente, ellos son diferentes. Igual que yo soy diferente a mi vecina del quinto (bueno, quizá un poquito más). Pero la diferencia es sólo eso, una balanza con distintos platos que penden a una misma altura. 

Por ellos y por nosotras (sobretodo por nosotras). Feliz Día de la Mujer. 

miércoles, 6 de marzo de 2013

De pucheros y puertas cerradas

Eran ya muchos días los que llevaban llamando a la puerta. Quien aguardara detrás era, sin duda, alguien persistente. Pero no le apetecía abrir. Al final siempre había algo que la alejaba del umbral de la puerta, que le impedía levantarse del sofá, o dejar cualquier cosa que estuviera haciendo, para pararse a atender a quien pulsaba insistentemente el timbre, primero, y aporreaba la puerta de madera blindada, después. Intentaba ignorar los ecos de esos golpes y concentrarse en actividades más productivas. Total, seguro que era lo de siempre. Un repartidor de propaganda desganado musitando entre dientes las mismas soflamas de siempre. O un testigo de Jehová convencido que pretendería, sin éxito, hacerla pensar igual que él, llevarla a su terreno, meterla en su mismo saco.

Y sin embargo, una voz en su interior le decía que debía abrir. Nadie llamaba porque sí, y mucho menos con tanta insistencia. Igual era alguien que quería comunicarle algo importante. O podría ser también que se hubiese declarado un incendio y fuera requerida su ayuda para extinguirlo. Sí, sin duda algo estaba pasando. Y no podía ignorarlo por más tiempo. 

Se plantó frente a la puerta resignada aunque expectante. La abrió con delicadeza, preparando ya una dulce sonrisa que ofrecer a quien fuera que estuviese al otro lado. Apareció ante sus ojos una silueta cansada, presumiblemente, de tanto llamar y llamar sin obtener respuesta. Su rostro le era vagamente familiar. ¿Qué podía querer de ella? La duda le corroía, y entonces hizo lo que hay que hacer cuando quieres saber: preguntar.

- Hola, ¿qué querías? Llevas muchos días llamando. Siento haberte hecho esperar, pero por fin hoy estoy aquí para escucharte.

Esperaba que ocurriese cualquier cosa menos lo que ocurrió a continuación. Un largo y denso silencio los envolvió a los dos. Y después, un interminable titubeo de sílabas inconexas y frases sin terminar. 

- ¿Y bien?- quiso insistir.

- Nada, nada... Me acabo de acordar de que tengo el puchero al fuego. Ahora no puedo quedarme. Pero volveré.

Su cara de estupefacción debió de ser épica. ¿Para qué iba alguien a malgastar su tiempo y energías en llamar, llamar y llamar para, cuando al fin obtenía respuesta, desertar por un insignificante y estúpido puchero?

Con la misma dulzura e infinita paciencia, cerró la puerta y le dio un par de vueltas a la llave. A partir de ahora no abriría a nadie que no le explicara qué quería. Sí, eso era. Miraría por la mirilla y desde allí preguntaría. Sólo una respuesta apropiada le haría abrir la puerta.





viernes, 1 de marzo de 2013

La historia del tsunami que nunca llegó

Llevaba mucho tiempo esperando que pasara. Y seguía haciéndolo. Esa ola, arrasadora, que se lo llevaría todo por delante, que sólo dejaría un rastro de desolación y desorientación, antes o después tenía que llegar. Y mientras tanto, sobretodo al principio, se olvidaba de vivir, de disfrutar del presente, manteniendo los ojos ferozmente clavados en el aterrador e impredecible futuro y, algunas veces, también en el siempre amenazante pasado. Menudo caos se montaba cuando las dos voces, pasada y futura, se juntaban en un interminable y confuso eco de "cuidado, eso ya te pasó, y acuérdate cuánto sufriste", "¿qué será de mí dentro de un año, dónde me llevará eso?", "vas a pasarlo mal, sin duda", "las cosas no saldrán como deseas". Quedaba entonces la vocecilla del presente reducida a un inaudible balbuceo que, de haberlo escuchado, le hubiera ahorrado mucho sufrimiento en balde.

Y nada, que pasaba el tiempo y el temido tsunami no llegaba. Se sucedían las horas, los días e incluso las estaciones. Había visto al invierno transformarse en una hermosa primavera de almendros en flor. A ésta, ahogarse en un sofocante verano salpicado de agua de mar y piscina. Después el otoño, tan mágico y encantado. Para llegar, irremediablemente, a otro invierno, suave y tenue pero invierno. Y las cosas no seguían igual, no. Seguían mejor. La esperada avalancha de agua, que todo lo destruiría, se había convertido en una mansa y cálida marea que bañaba acompasadamente sus pies y sus manos, y luego todo su cuerpo y su alma.



Y así, dejando que el agua fluyese por su piel y sus huesos, quería ver pasar el tiempo y la vida. Ya no temía a las devastadoras olas. Si algún día llegaba el temporal, sabría como domarlas