lunes, 31 de octubre de 2011

yo y YO

Cualquier tiempo pasado fue mejor, dicen. No estoy de acuerdo. Y lo dice una nostálgica sin remedio que a menudo repasa su vida con diapositivas mentales al ritmo de melodías viejas y nuevas, montada en algún autobús, abstraída en la carrera de dos gotas de agua sobre el cristal de la ventana. Me gustan los recuerdos: amigos, fiestas, viajes, exámenes, días normales y corrientes en los que la costumbre es lo especial. 

Lo digo yo, la que cada vez que se ve en fotografías habitando el cuerpo de esa niña con flequillo y mofletes sonrojados, se emociona y piensa que no podía ser más feliz. 

La vida pasa y nos acostumbramos demasiado rápido a lo bueno y demasiado lento a lo malo. Un fracaso cuesta mil noches de olvidar, pero un éxito se olvida tan pronto como consigue integrarse en la rutina del día a día. La única manera de apreciar el éxito adquirido a lo largo de los años, sería pues, tomar un automóvil con parada en el Pasado, como en Medianoche en París. Si yo tuviera un coche así, lo usaría para volver a mi propia vida hace unos años, para observar a mi versión de entonces y disfrutar.

Lo usaría para espiar a la versión en bruto de mí misma que fui hace algún tiempo. Renunciaría a conversar con Hemingway, como en la película, para verme entonces y pensar desde la distancia: ahora soy mejor. 

Algo que pocas veces se puede decir. Y es que creemos que, como las flores y la esperanza, nos deterioramos con el paso de los años. Y nos salen canas y arrugas y tenemos menos miedo pero más amargura. Menos ilusión, más sentido del deber y menos del poder y del querer.

Y sin embargo, si esta noche viniera a buscarme un carruaje que prometiera llevarme atrás en el tiempo, a un tiempo mejor, señalaría al conductor que el mejor tiempo que se me ocurre es hoy. Que sólo volvería al pasado fugazmente, y que viéndome llorar, dudar, dejar de creer, como una espectadora de mí yo pasada, pensaría escondida en alguna parte: "tú vas a hacer grandes cosas. Yo comparto tus virtudes, tu alegría y felicidad, tus valores y lo que te hace especial. Pero he hecho todo lo posible por dejar por el camino todo lo que ahora te pesa".

sábado, 8 de octubre de 2011

Cosas que hay en la burbuja

Cosas que hay en la burbuja: emoción, ilusión, expectación, impaciencia, alegría, euforia, irracionalidad, fantasía, imaginación, impulso, indecisión.

Cosas que no hay en la burbuja: miedo, pereza, preocupación, certeza, amor, complicación, complejidad, indiferencia, frustración, dolor.

Dentro de la burbuja todo es fácil. Un mundo diseñado para disfrutar, para sonreír, para soñar. Y esperar. Esa espera propia del que se sabe ingenuo, del que disfruta de la expectativa sabiendo que es probable que nunca pase nada. ¿Masoquismo? Quizá. Algunos lo llaman ilusión.

Un mundo perfecto que dura tan poco... La burbuja es tan preciosa como frágil. Estalla cuando entra en escena lo que todos esperamos y tememos a partes iguales. Amor. El amor estalla la burbuja. El mundo de los sueños, de las ideas, que diría Platón, se torna real. Y en el mundo real, lo bueno es mejor y lo malo peor. Las emociones se mueven en los extremos, porque nos es más fácil vivir, movernos y decidir desde el amor o desde el odio. Fuera de la burbuja, esperamos cosas reales. No nos conformamos con esperarlas y ya está. Las exigimos, y sufrimos si no las tenemos.

El amor es algo increíble, ensalzado a lo largo y ancho de la historia, del mundo y de la literatura. No es el amor lo que ensalzo aquí. Si no ese otro estado, que lo precede o no, ese momento en que todo nuestro mundo vive concentrado en una burbuja, que nace por casualidad y está destinada a morir prematuramente. Dentro de la burbuja, el tiempo se para y nos da igual. Porque no se trata de una pérdida de tiempo mientras nos sintamos vivos. Mientras hay emoción, ilusión, expectación, impaciencia, alegría, euforia, irracionalidad, fantasía, imaginación, impulso, indecisión.


viernes, 7 de octubre de 2011

Próxima parada

Avanzó sin prisa pero sin pausa por las calles aún dormidas de la ciudad. El cielo amarilleaba: otro día más, otra oportunidad más. Sacó el móvil de su mochila y miró su rostro reflejado en la pantalla inerte. Aceptable, pensó, mientras sus pasos devoraban los metros y más metros que la separaban de la boca del metro. 

Sabía a dónde se dirigía. Que le vería, que sus miradas se cruzarían. Y sin embargo, su corazón guardo reposo hasta que la arquitectura acristalada de la boca del metro apareció ante su vista. Ya faltaba poco.

Descendió por las escaleras mecánicas mientras atusaba inconscientemente su pelo. Abandonaba el mundo real para sumergirse, por unos minutos, en el mágico mundo subterráneo en que en el mundo parecía pararse cada mañana, cuando le veía entre la muchedumbre y , cada día, sus palabras, tan pensadas y ensayadas, morían antes de salir por sus labios.

Espero los dos minutos de rigor. El rumor del metro llegando resonó en su cabeza. Su corazón se aceleró, y su pulso se volvió trémulo según pudo comprobar al accionar, con dificultad, la palanca de apertura de las puertas del vagón.

Él ya estaba allí, como cada mañana. Entre un señor gordo de camisa a cuadros y una señora cubierta de joyas y maquillaje que, aunque lo ignoraba, también eran habituales en el metro de la línea 1 de las 8.18. Él la miró. Sus ojos sonrieron, aunque no sus labios, mientras sus manos se refugiaban en los bolsillos de su sudadera. Varias personas se interponían entre ambos. Pero no entre sus miradas, que se cruzaron varias veces en el lapso de 5 minutos que compartieron, como siempre, aquella mañana. Miradas que eran zarpazos, caricias y preguntas. Acometidas que cesaron cuando el metro se detuvo en la parada de él. Se bajó. Las puertas se cerraron. El metro arrancó y se alejó del andén, convirtiendo su imagen en un borrón de colores. Próxima parada: un duro y largo día.


Tras la fugaz decepción (de nuevo faltaron las palabras y el tiempo) vino la eufórica ilusión (de nuevo sobró la emoción y la energía entre los dos desconocidos). La ilusión se formó ante sus ojos como una nube densa de todos los colores, y se instaló cómodamente en su cuerpo. No se iría hasta unos segundos antes del próximo encuentro, cuando el temor a no verle, a no atreverse a hablarle, a perder su mirada, lo único que tenía de él, empañaran la emoción. Justo entonces, al verle de nuevo, el recuerdo de su rostro, de su ropa, de su gesto, ganarían de nuevo el pulso. Y otra vez la ilusión.

lunes, 3 de octubre de 2011

Nos

La gente dice que echa de menos a alguien cuando deja de verlo a menudo, cuando éste sale de sus vidas inesperadamente, o cuando cambia radicalmente de actitud. Echar de menos implica, siempre, una pérdida.

Decimos que echamos de menos a alguien. Pero echamos de menos algo. Extrañamos las rutinas que un día llevamos a cabo junto a esa persona. El día a día, el ir y venir, el girarse, y que él o ella, amigo, familia, amante, compañero de trabajo, estuviera siempre allí. 

Echamos en falta los días, los momentos, las situaciones compartidas, hasta el punto en que nos encontramos muchas más veces evocando esos ratos compartidos, que visualizando la cara o la figura entera de nuestro ser añorado. 

Compartir los días con una persona, acaba contagiándonos de ella. No es que nos volvamos parecidos, que a veces también, sino que se produce una compenetración casi sobrenatural. Se comparten alegrías, penas, amigos menos importantes, salidas, fiestas, meriendas, tardes de estudio, broncas del jefe, comidas familiares, besos, abrazos. Se comparte la música, el cine, los libros. Se comparten miradas que hablan, que gritan, que susurran. Y no hace falta más. Esa simbiosis casi sobrenatural, a veces acojona un poco. Sobretodo cuando piensas en el día en que se pierda. A veces ese día no llega nunca, y entonces lo de echar de menos se reduce a algunas temporadas en las que la distancia es física, y ya está. 

Lo que duele, lo que de verdad duele, es la ausencia permanente. Cuando esa persona con la que compartíamos espacio y tiempo durante mucho tiempo, se va, de repente (esto es duro) o poco a poco (esto es más duro aún). Y sabemos que está allí (a veces, trágicamente, no estará más). Que esa persona sigue cerca, sabemos dónde vive, cómo llamarle, cómo encontrarle. Pero hemos perdido lo más importante: el derecho a. El derecho a llamar, a preguntar, a preocuparse, a interesarse, a iniciar una conversación sin que asalten las suspicacias y el "éste/esta qué querrá ahora". 

Y entonces nos conformamos con enunciar eso de "cómo le echo de menos", una frase del todo inexacta. Más preciso sería decir: "yo echo de menos quien era yo cuando estaba contigo, echo de menos cómo eran los ratos que estábamos juntos, cómo eran las palabras que cruzábamos, cómo eran nuestras miradas, nuestras sonrisas, cómo era esa época. Otoño, invierno, primavera, verano. El libro que leí entonces y te conté luego. Las ropas que vestí estando contigo, los autobuses que tomaba, los sitios que nos vieron. Las canciones que habitaban en mi mp4, y que, al oir hoy, me arañan el corazón, me sacuden la conciencia y me hacen, de nuevo, pensar: cómo nos echo de menos".