sábado, 30 de julio de 2011

La última estación

Vivo en una estación. En realidad, todos vivimos en una estación. Como los trenes que las habitan, venimos y vamos. Venimos de algún lugar, de algún momento, peor o mejor, pero ya conocido, y vamos hacia la incógnita. Por mucho que queramos evitarlo, constreñir el devenir con planes divinos y destinos inevitables, cada día es un salto al vacío, un paso al frente que viene a decir algo así como: "bueno, aquí sigo, ¿qué hay para hoy?". 

En las estaciones hay gente, mucha gente. Todos vienen y van también. Caras conocidas, habituales, y también muchas extrañas, fugaces, que no volveremos a ver. Gente que se cruza en nuestro camino por una décima de segundo. No son más que una sombra veloz que remueve el aire al pasar a nuestro lado, y cuyos pasos siguen el ritmo de la melodía que suena en nuestros auriculares. De pronto están, y de pronto se van, ya no los ves, porque se han subido a otro tren, uno que no te interesa, o que quizá tomes más adelante.

En las estaciones el tiempo pasa... a destiempo. Las horas se van demasiado rápido cuando se trata de tomar decisiones, de vivir el momento, de hacer y decir lo que queremos, pero demasiado lentas si pensamos en la próxima estación en la que nos tocará vivir.

Cada estación es un mundo. En mi mundo hoy hay caras familiares, caras nuevas que aspiran a serlo, hay motivación, valor, satisfacción y algo de sueño. Hay titulares de prensa que hacen saltar por los aires la supuesta tranquilidad informativa del verano. Hay sueños cumplidos y otros más cercanos de lo que jamás hubiese pensado. Hay inseguridad, qué le vamos a hacer si le gustan todos los trenes que decido coger, aunque uno de los sueños que intuyo alcanzable es tirarla por la borda a pequeños puñados. Mi estación me gusta, y yo le gusto a ella, pues me acoge con mimo cada día, me regala sonrisas, oportunidades, señales luminosas que me guían

Todos sabemos que no hay ni una sola estación definitiva (sólo hay una, de la que no se vuelve más). Pero mientras hay vida, siempre viene otro tren, primero como un rumor en la lejanía que nos advierte de su llegada. Más tarde, irrumpe en nuestras vidas y no podemos hacer otra cosa que subirnos, dejando en el andén todo lo que ya no nos sirve. El tren siempre llega, aunque a veces tarde y nos tiente el ansia, la peor invitada de una estación. Ansia de avanzar, de bajar demasiado rápido de un tren aún en marcha. Y a veces, es el ansia el que nos empuja al interior de un tren equivocado, uno que nos lleva a un lugar oscuro, frío, inerte. Una especie de purgatorio en el que nuestra última palabra decidirá si seguir o parar. Parar para siempre en la última estación.




"Cuanto mas insegura me siento, más crece mi peinado" (Amy Whinehouse).

lunes, 11 de julio de 2011

El monstruo rojo

Se había acostumbrado a vivir con él, a tenerlo en su vida a ratos. A veces estaba, a veces se iba, sólo para reaparecer después. Se presentaba bajo diversas formas. Podía ser una mala noticia, una decepción, un deseo incumplido. Era una y mil cosas a la vez. Un monstruo rojo, como le gustaba que le llamaran, que se alimentaba de lo mismo de lo que estaba hecho, de miedo, desesperanza, inseguridad o dolor, y que se deshacía como una figura de arena en medio de un vendaval con tan sólo una sonrisa sincera.

No siempre había formado parte de su vida. Llegó un buen día, cuando los problemas empezaron a ir más allá de un intercambio de cromos injusto o una pelea absurda hecha y desecha con el verbo "ajuntar". Llegó para quedarse. Lo recordaba en muchos momentos de su vida. En aquel examen tan importante se escondió bajo el pupitre de la profesora. En su primer día de trabajo, el monstruo rojo la acompañó de la mano, aunque finalmente consiguió dejarle fuera. Y no sólo estaba en los grandes momentos, también en el dia a día. Se colaba en cualquier conversación para lanzar su mensaje de duda y sembrar la discordia.

Poco a poco empezó a asimilar que el monstruo rojo no se iría fácilmente. Quizá no se iría nunca. Pero entendió, también, que el mérito estaba en conseguir ignorarle. Así, empezó a soltarse de su mano cuando se empeñaba en acompañarle, consiguió gritar aún más fuerte que él para hacerse oir, fue capaz de apartar la vista cuando lo veía detrás de cualquier esquina, esperándola para hacerle tropezar. Y cuanto más ignoraba al monstruo, más debilitado parecía éste. Empezaron a pasar días enteros en los que no aparecía. A veces, aprovechando sus horas más bajas, el monstruo la tentaba de nuevo. Para que se equivocara, para que temiera, para que se sintiera incapaz. Y aunque a veces aún le dejaba hacer y deshacer, cada vez era menor su poder sobre ella. 

El monstruo rojo empezó a apagarse, a perder color y brillo. Pero siempre acababa volviendo, oscuro y opaco, como un inquietante recordatorio. Y entonces lo comprendió. Él siempre estaría con ella, esperando cualquier tropiezo para alimentarse y encenderse de nuevo. La clave era nunca más darle luz. Mantener su estela apagada. Entendió que la vida sin él no tenía sentido. Sólo teniendo un monstruo rojo en su vida, podía entender el significado del éxito, la felicidad, la confianza, el amor. 

Y en la antítesis, en el eterno blanco y negro, encontró la respuesta que siempre había estado buscando. Que el sentido de la vida está en la dualidad. Que no hay cielo sin infierno, no hay amor sin odio, ni felicidad sin desgracia. Que para entender la virtud, hay que empezar mirando el defecto. Que para ser feliz, es necesario haber conocido la tristeza.