martes, 27 de diciembre de 2011

De voces y rumiaciones

Una vuelta. Y dos. Y tres. Y cinco. Y diez. Y treinta. Vueltas y más vueltas, y así, hasta que "se me hace bola", como solíamos decir de niños para definir el desagradable amasijo en que se convertía un pedazo de filete tras varios minutos de rumiación con la mirada fija en el televisor. 

Ahora ya no rumio carne. Rumio pensamientos: simples, complejos. La mayoría de las veces tan complejos como cualquier simple persona con simples sentimientos, simples miedos y simples inseguridades. 

Entonces imagino que mis ideas son hilos teñidos de plata que conectan unas cosas con otras. Y así unos pensamientos llevan a otros. Para un rumiador un mal día podría convertirse en un mal mes. Esas palabras extraídas con ahínco de su natural contexto, podrían significar el fin absoluto de algo (¿qué habrá querido decir?) o el comienzo inevitable de otra cosa (¡eso es que le gusto!). Y al final del día, hay tantos y tantos hilos de plata que la cabeza se nos antoja a los rumiadores un tachón enorme. Como uno de esos dibujos, abstractos donde los haya, que garabatean los niños y que, a sus ojos pueden ser leones, castillos, princesas,ositos, perros y camiones, y a los nuestros, simples rayajos de cera de colores. 

Suposiciones, pretensiones, adivinaciones, absolutismos y predicciones varias. Son el día a día de los rumiadores profesionales. Porque está claro que "él o ella DEBERÍA haber hecho esto, porque yo lo hubiera hecho". Porque "esto no debería pasar porque no me lo merezco". Porque "seguro que nunca pasará nada porque nunca tengo suerte".

Los hilos de plata son resistentes. Y a veces no sé muy bien como deshacer los enredos que, yo sola, organizo en mi cabeza. Van de un sitio a otro, y no sé llegar al final de uno de los hilos sin saltar a otro. Ideas y más ideas que se entrecruzan y se hablan en mi cabeza. Y no me dejan oír la voz. La única voz de todas que vale. Ese cursi concepto de "voz interior" que teorizan los libros de autoayuda. La voz de la sensatez, de la seguridad en uno mismo, de la confianza en nuestras propias decisiones, incluso cuando la decisión es no decidir nada. Esa voz que toda persona debería oír nítida y clara. Fuerte y potente. Esa voz que los "rumiadores" tenemos que esforzarnos por adivinar entre otras miles: la voz del miedo, la voz de la costumbre, la voz de la experiencia, la voz del dolor, la voz del pasado, la voz de la incertidumbre, la voz de la inseguridad. 

¿He mencionado ya la voz del miedo? Sin duda, la peor y más engañosa de todas las voces. La más destructiva, la más pegadiza. La que cuanto más escuchamos, más aumenta su volumen. La que intento cada día ignorar en favor de la auténtica voz. Mi voz.


lunes, 28 de noviembre de 2011

Lo que nos han contado

Nos enseñan a sumar, a restar y a multiplicar. Luego vienen la trigonometría, las ecuaciones. La Física y la Química. Nos enseñan Historia. Quiénes marcaron nuestro sino cuando nosotros aún no éramos, no existíamos. Quién creó nuestras leyes. Quién luchó por nuestra libertad. Quién subyugó a nuestros antepasados. Quién cultivó la música, la poesía, el arte, haciendo del mundo algo más excelso, menos aburrido, más interesante, menos burdo y más relevante.

Hay muchas cosas que nadie nos enseñó, y que hemos tenido que buscar en libros que nunca vimos en la escuela. Libros que nos han hablado de amor, de política, de ideales, de derechos humanos, de justicia, de violencia, de los Estados, de religión, de las guerras, de las mentiras encubiertas y disfrazadas de dogmas o preceptos indiscutibles de nuestra cultura y sociedad.

Hay otras cosas que ni siquiera están en esos otros libros. Los que encontramos por accidente cuando buscábamos en la biblioteca de la facultad el manual para una clase. Los que nos recomienda ese amigo bibliófilo que siempre termina con un "ya verás como te gustará". 

Hay cosas que sólo nacen, viven y crecen en nosotros. Monstruos y fantasmas, pero también esperanza, ilusión, felicidad. Nadie nos enseña cómo ser felices. Cómo gestionar el amor, ese torrente de agua que empieza como un goteo y que pronto lo inunda todo, abre compuertas sin preguntar y acaba habitando cada parte de lo que somos. 

Nadie nos enseña cómo transmutar la tristeza en alegría. Cómo dejar de sufrir cuando estamos consumidos. Cuando incluso la causa de nuestro dolor es ya lo de menos, pero, incluso estando hundidos en un pozo del que no sabemos como salir, aún alcanzamos a pensar que no queremos estar más así, que queremos sonreír, que queremos dejar la oscuridad y salir a la luz otra vez. Nadie nos enseñó como se hace eso.

Nadie nos enseñó que, aunque hace años hubiera colonias explotadas, dictaduras sangrientas, gobiernos despóticos que no contemplaban el libre sufragio, que encarcelaban o, peor, eliminaban a las personas sólo por ser diferentes, aún existe la injusticia. Esta presente en nuestro orden económico, que exprime al pobre para enriquecer al rico. En los bancos, en los gobiernos corruptos "democráticamente" elegidos, eso sí. En nuestro sistema electoral, en las hipotecas basura, en los contratos laborales precarios, en la violencia machista, en todos los tipos de violencia, en realidad. En la discriminación. En los países que languidecen a la sombra alargada y macabra de nuestros caprichos. En los niños cuyos derechos se mancillan para cosernos zapatillas de marca.

Poco de eso nos enseñaron en la escuela. Poco nos enseñan los medios de comunicación, los que deberían tomar el relevo en la educación de los jóvenes que terminan su formación académica. Los que deberían ser nuestra voz, no nuestro yugo. Los que desoyen cada día su responsabilidad de (in)formar, no de (des)informar. 

Por suerte, hay un lugar que, con no poco esfuerzo, puede escapar de la injusticia, la intolerancia y la manipulación. Un lugar donde trabajar para conseguir ver la realidad sin el velo de la irrealidad que promulgan algunos (muchos) medios, y algunos (todos) políticos. Ese lugar eres tú. En ti, puedes ser quién tu quieras. Un lienzo ya usado, no en blanco, que tú puedes rediseñar. Aprovéchalo.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Tengo derecho a mi cama

Me pierdo en mis sueños, la mirada fija en el techo. Escucho esa canción mientras admiro contornos, descubro detalles en cosas mil veces vistas. Pienso, una vez más, que lo más sencillo es lo más importante.

Me abrazo a ti, derrotada. Me hundo en ti, pensativa. Me revuelvo y me acomodo a tu abrigo. Me ves sonreír evocando un recuerdo feliz. Me ves rota, hundida y te empapas de mi llanto. Me ofreces consuelo con tu cálido tacto. Eres ese lugar donde puedo descansar. Una tregua hasta mañana. Un silencio entre tanto ruido. 

Me cruzo de piernas y enciendo la tele. Me pinto las uñas y devoro galletas. Veo salir el sol. Admiro el diseño rayado que la luz que se filtra dibuja en mi pared. Acaricio a Romi. Doy otra vuelta más y pienso que hoy sí. 

Me duele el cuerpo entero. Mis ojos se cierran. Apago la luz. Me acoges sin más.

Mi fiel e imperturbable lecho. 

Bona nit :)

viernes, 4 de noviembre de 2011

Please don't stop the rain

Paraguas rosa y botines. Plantándole cara a la constante lluvia de este viernes. Cuanto más negro el cielo, más clara mi mente. La luz de las farolas pinta los charcos de dorados y plateados, y las luces de coches y semáforos, aportan un toque de color, como un cuadro impresionista flotando en el asfalto. 

La lluvia ha traído consigo un viento frío y cortante del que la gente huye despavorida. La misma hora de siempre, pero la calle está casi desierta. Chaquetas, botas y paraguas son las protagonistas, con el permiso de las caras de fastidio por el incómodo aguacero. 

Gotarrones en las gafas, filtraciones de agua en los pies, humedad asesina de bonitas melenas. Y sin embargo, me encanta la lluvia. El halo mágico de que impregna todo a su paso. Una calle vulgar se torna hermosa bajo la pátina brillante del agua. Tras el reguero purificador de un chaparrón anunciado que, no por ello, deja de transtornar a los viandantes y conductores. 

Deambulo sin saber donde voy. Recorriendo calles conocidas, doblando esquinas tantas veces dobladas, superando escalones tantas veces superados. Dando vueltas en línea recta. La recta que quiere encontrarte al final. 

No estoy sola. Chris Martin le canta al chaparrón en mi mp4. "Look at the stars, look how they shine for you...". Acordes que acarician, melodías que cuentan historias, que contagian entusiasmo, que remueven, que preguntan, que contestan, que duelen y son tristes. Y de repente son alegres, como un estallido, como un rayo que cruza el cielo. Coldplay. 

Y sigo andando. Y no sé dónde voy pero me da igual. Espero en silencio, paraguas en mano, tornarme en signo de exclamación. En una señal luminosa que atrape de pronto tu mirada perdida. 

Ha parado de llover. La ciudad parece sacada de un cuadro de Afremov. Tan solo unos pocos borrones de colores que dibujan formas, y personas, y momentos. Y creo adivinar en una mancha tu figura. Y me basta con eso. Viva la vida.


lunes, 31 de octubre de 2011

yo y YO

Cualquier tiempo pasado fue mejor, dicen. No estoy de acuerdo. Y lo dice una nostálgica sin remedio que a menudo repasa su vida con diapositivas mentales al ritmo de melodías viejas y nuevas, montada en algún autobús, abstraída en la carrera de dos gotas de agua sobre el cristal de la ventana. Me gustan los recuerdos: amigos, fiestas, viajes, exámenes, días normales y corrientes en los que la costumbre es lo especial. 

Lo digo yo, la que cada vez que se ve en fotografías habitando el cuerpo de esa niña con flequillo y mofletes sonrojados, se emociona y piensa que no podía ser más feliz. 

La vida pasa y nos acostumbramos demasiado rápido a lo bueno y demasiado lento a lo malo. Un fracaso cuesta mil noches de olvidar, pero un éxito se olvida tan pronto como consigue integrarse en la rutina del día a día. La única manera de apreciar el éxito adquirido a lo largo de los años, sería pues, tomar un automóvil con parada en el Pasado, como en Medianoche en París. Si yo tuviera un coche así, lo usaría para volver a mi propia vida hace unos años, para observar a mi versión de entonces y disfrutar.

Lo usaría para espiar a la versión en bruto de mí misma que fui hace algún tiempo. Renunciaría a conversar con Hemingway, como en la película, para verme entonces y pensar desde la distancia: ahora soy mejor. 

Algo que pocas veces se puede decir. Y es que creemos que, como las flores y la esperanza, nos deterioramos con el paso de los años. Y nos salen canas y arrugas y tenemos menos miedo pero más amargura. Menos ilusión, más sentido del deber y menos del poder y del querer.

Y sin embargo, si esta noche viniera a buscarme un carruaje que prometiera llevarme atrás en el tiempo, a un tiempo mejor, señalaría al conductor que el mejor tiempo que se me ocurre es hoy. Que sólo volvería al pasado fugazmente, y que viéndome llorar, dudar, dejar de creer, como una espectadora de mí yo pasada, pensaría escondida en alguna parte: "tú vas a hacer grandes cosas. Yo comparto tus virtudes, tu alegría y felicidad, tus valores y lo que te hace especial. Pero he hecho todo lo posible por dejar por el camino todo lo que ahora te pesa".

sábado, 8 de octubre de 2011

Cosas que hay en la burbuja

Cosas que hay en la burbuja: emoción, ilusión, expectación, impaciencia, alegría, euforia, irracionalidad, fantasía, imaginación, impulso, indecisión.

Cosas que no hay en la burbuja: miedo, pereza, preocupación, certeza, amor, complicación, complejidad, indiferencia, frustración, dolor.

Dentro de la burbuja todo es fácil. Un mundo diseñado para disfrutar, para sonreír, para soñar. Y esperar. Esa espera propia del que se sabe ingenuo, del que disfruta de la expectativa sabiendo que es probable que nunca pase nada. ¿Masoquismo? Quizá. Algunos lo llaman ilusión.

Un mundo perfecto que dura tan poco... La burbuja es tan preciosa como frágil. Estalla cuando entra en escena lo que todos esperamos y tememos a partes iguales. Amor. El amor estalla la burbuja. El mundo de los sueños, de las ideas, que diría Platón, se torna real. Y en el mundo real, lo bueno es mejor y lo malo peor. Las emociones se mueven en los extremos, porque nos es más fácil vivir, movernos y decidir desde el amor o desde el odio. Fuera de la burbuja, esperamos cosas reales. No nos conformamos con esperarlas y ya está. Las exigimos, y sufrimos si no las tenemos.

El amor es algo increíble, ensalzado a lo largo y ancho de la historia, del mundo y de la literatura. No es el amor lo que ensalzo aquí. Si no ese otro estado, que lo precede o no, ese momento en que todo nuestro mundo vive concentrado en una burbuja, que nace por casualidad y está destinada a morir prematuramente. Dentro de la burbuja, el tiempo se para y nos da igual. Porque no se trata de una pérdida de tiempo mientras nos sintamos vivos. Mientras hay emoción, ilusión, expectación, impaciencia, alegría, euforia, irracionalidad, fantasía, imaginación, impulso, indecisión.


viernes, 7 de octubre de 2011

Próxima parada

Avanzó sin prisa pero sin pausa por las calles aún dormidas de la ciudad. El cielo amarilleaba: otro día más, otra oportunidad más. Sacó el móvil de su mochila y miró su rostro reflejado en la pantalla inerte. Aceptable, pensó, mientras sus pasos devoraban los metros y más metros que la separaban de la boca del metro. 

Sabía a dónde se dirigía. Que le vería, que sus miradas se cruzarían. Y sin embargo, su corazón guardo reposo hasta que la arquitectura acristalada de la boca del metro apareció ante su vista. Ya faltaba poco.

Descendió por las escaleras mecánicas mientras atusaba inconscientemente su pelo. Abandonaba el mundo real para sumergirse, por unos minutos, en el mágico mundo subterráneo en que en el mundo parecía pararse cada mañana, cuando le veía entre la muchedumbre y , cada día, sus palabras, tan pensadas y ensayadas, morían antes de salir por sus labios.

Espero los dos minutos de rigor. El rumor del metro llegando resonó en su cabeza. Su corazón se aceleró, y su pulso se volvió trémulo según pudo comprobar al accionar, con dificultad, la palanca de apertura de las puertas del vagón.

Él ya estaba allí, como cada mañana. Entre un señor gordo de camisa a cuadros y una señora cubierta de joyas y maquillaje que, aunque lo ignoraba, también eran habituales en el metro de la línea 1 de las 8.18. Él la miró. Sus ojos sonrieron, aunque no sus labios, mientras sus manos se refugiaban en los bolsillos de su sudadera. Varias personas se interponían entre ambos. Pero no entre sus miradas, que se cruzaron varias veces en el lapso de 5 minutos que compartieron, como siempre, aquella mañana. Miradas que eran zarpazos, caricias y preguntas. Acometidas que cesaron cuando el metro se detuvo en la parada de él. Se bajó. Las puertas se cerraron. El metro arrancó y se alejó del andén, convirtiendo su imagen en un borrón de colores. Próxima parada: un duro y largo día.


Tras la fugaz decepción (de nuevo faltaron las palabras y el tiempo) vino la eufórica ilusión (de nuevo sobró la emoción y la energía entre los dos desconocidos). La ilusión se formó ante sus ojos como una nube densa de todos los colores, y se instaló cómodamente en su cuerpo. No se iría hasta unos segundos antes del próximo encuentro, cuando el temor a no verle, a no atreverse a hablarle, a perder su mirada, lo único que tenía de él, empañaran la emoción. Justo entonces, al verle de nuevo, el recuerdo de su rostro, de su ropa, de su gesto, ganarían de nuevo el pulso. Y otra vez la ilusión.

lunes, 3 de octubre de 2011

Nos

La gente dice que echa de menos a alguien cuando deja de verlo a menudo, cuando éste sale de sus vidas inesperadamente, o cuando cambia radicalmente de actitud. Echar de menos implica, siempre, una pérdida.

Decimos que echamos de menos a alguien. Pero echamos de menos algo. Extrañamos las rutinas que un día llevamos a cabo junto a esa persona. El día a día, el ir y venir, el girarse, y que él o ella, amigo, familia, amante, compañero de trabajo, estuviera siempre allí. 

Echamos en falta los días, los momentos, las situaciones compartidas, hasta el punto en que nos encontramos muchas más veces evocando esos ratos compartidos, que visualizando la cara o la figura entera de nuestro ser añorado. 

Compartir los días con una persona, acaba contagiándonos de ella. No es que nos volvamos parecidos, que a veces también, sino que se produce una compenetración casi sobrenatural. Se comparten alegrías, penas, amigos menos importantes, salidas, fiestas, meriendas, tardes de estudio, broncas del jefe, comidas familiares, besos, abrazos. Se comparte la música, el cine, los libros. Se comparten miradas que hablan, que gritan, que susurran. Y no hace falta más. Esa simbiosis casi sobrenatural, a veces acojona un poco. Sobretodo cuando piensas en el día en que se pierda. A veces ese día no llega nunca, y entonces lo de echar de menos se reduce a algunas temporadas en las que la distancia es física, y ya está. 

Lo que duele, lo que de verdad duele, es la ausencia permanente. Cuando esa persona con la que compartíamos espacio y tiempo durante mucho tiempo, se va, de repente (esto es duro) o poco a poco (esto es más duro aún). Y sabemos que está allí (a veces, trágicamente, no estará más). Que esa persona sigue cerca, sabemos dónde vive, cómo llamarle, cómo encontrarle. Pero hemos perdido lo más importante: el derecho a. El derecho a llamar, a preguntar, a preocuparse, a interesarse, a iniciar una conversación sin que asalten las suspicacias y el "éste/esta qué querrá ahora". 

Y entonces nos conformamos con enunciar eso de "cómo le echo de menos", una frase del todo inexacta. Más preciso sería decir: "yo echo de menos quien era yo cuando estaba contigo, echo de menos cómo eran los ratos que estábamos juntos, cómo eran las palabras que cruzábamos, cómo eran nuestras miradas, nuestras sonrisas, cómo era esa época. Otoño, invierno, primavera, verano. El libro que leí entonces y te conté luego. Las ropas que vestí estando contigo, los autobuses que tomaba, los sitios que nos vieron. Las canciones que habitaban en mi mp4, y que, al oir hoy, me arañan el corazón, me sacuden la conciencia y me hacen, de nuevo, pensar: cómo nos echo de menos".

lunes, 26 de septiembre de 2011

Mi Audrey

Justo ahora que vuelve Gossip Girl con Blair y Serena poniéndonos los dientes largos con sus modelitos de alta costura. Justo ahora que me acabo de comprar las revistas de moda de este mes y no puedo evitar pensar "esto le encantaría". Justo ahora que necesito ir de compras, perderme en cualquier tienda y olvidarme de que la calle sigue ahí fuera. Justo ahora, la chica de los ojos enormes y de la sonrisa perpetua, cambia la ciudad del Turia por la del Manzanares. 

Cuidado, Madrid, ha nacido una estrella. De hecho, nació hace ya muchos años, a golpe de hojear revistas de moda entre clase y clase, de bucear en la web y cazar tendencias, de crear blogs de moda cutres con una servidora, de analizar al detalle una alfombra roja tras otra. Y yo, con ella.

Y lo seguiremos haciendo. Porque siempre compartiremos un universo propio de películas moñas, vestidos míticos, canciones bonitas y cosas moñas en general. Un universo que un día resumimos bajo el acrónimo "Adaynuri". Porque el día después de unos Oscars o unos Goyas ya no tiene sentido sin ella. Porque cada vez que vea un osito de Tous, una pulsera de pandora, un gorrito de lana, un bolso divino, una camiseta con dibujos animados... Me acordaré irremediablemente de ella. Cada vez que mi mirada tropiece con el vestidazo rojo de Heidi Klum en unos Óscars, o con el verde de Keira Knightley en Expiación. Todos me hablarán de ella. Y cada vez que tenga uno de esos días rojos, como su adorada Audrey en Desayuno con diamantes, haremos desaparecer de golpe 300 quilómetros y pico para hablar de todo y de nada. Y el día rojo volverá a ser de todos los colores.




Para Ada. Vuelve pronto!!!!!!!

sábado, 3 de septiembre de 2011

Inventar, creer, crear

Nos enamoramos de lo que inventamos. Lo dijo Punset, en su infinita sabiduría, y también lo pienso yo. Nunca nos enamoraríamos los unos de los otros si no nos lanzáramos a la temeraria tarea de exagerar las virtudes y minimizar los defectos del amado o amada. El amor empieza donde termina la razón, la sensatez. En ese trascendente momento sin camino de vuelta en que reconocemos ante nosotros mismos nuestros sentimientos. Mientras se niegan, éstos no existen. Cuando se piensan, se verbalizan y se reafirman, es demasiado tarde para arrepentirse

Aparece entonces una sensación arrebatadora, en cierta manera, un modo de locura, una voz interior que acalla todas las demás (adiós voz del miedo, adiós voz de la desconfianza, adiós voz de la comodidad, adiós voz del egoísmo). Y la nueva voz dice, bien alto y bien claro: me da igual enamorarme, me da igual acabar sufriendo o llorando como la última vez, me da igual saber que la ilusión, la esperanza y el enamoramiento me han levantado tan alto, que la caída será mortal de necesidad si se rompe el finísimo hilo del que pendo. 

Ese momento es grandioso. Es como estar drogado. No hay dolor, no hay nada más que deliciosa euforia. Es un estado narcótico y edulcorado en que todo es (él o ella es) perfecto. 

Y es ahí dónde inventamos, donde diseñamos a quién queremos. Partimos de una base, claro está. No se puede inventar un Robin Hood donde sólo hay mezquindad, ni se puede sacar un gentleman de un matón de barrio. Pero, con el amor clavado en los ojos, sólo podemos ver un 10 donde hay un 6 o un 7. Inflamos la realidad hasta que, un día, nos estalla en la cara.

Nos enamoramos de lo que inventamos. Hay otra forma de entender esta afirmación. Probablemente más amable, y menos amarga. Inventar significa creer. Creer en algo o en alguien. Y a veces, creyendo, creamos. Así, vernos a través de los ojos de quién nos quiere, es el mejor incentivo para llegar a ser quién él o ella ha inventado en su cabeza. En otras palabras: "tú me haces ser mejor persona". Una manida frase que no por ello deja de contener grandes dosis de verdad. 

Por eso el amor es importante. Porque algunas veces (muchas veces) invertimos nuestro tiempo e imaginación en crear una realidad que de pronto, un día comprendemos con triste resignación que no existe, y todo acaba. Imposible comprender en ese momento, que todo forma parte de un cruel y macabro entrenamiento para prepararnos para el amor definitivo. Ese amor en que lo que construimos para él o ella (una visión idealizada de todo cuanto tiene que ver con su persona, una realidad perfecta sazonada con ilusión, ilusión y más ilusión) se convierte en realidad. En que le decimos que es imprescindible para nosotros, y nos cree. En que le aseguramos que nunca nos separaremos, y nos cree. En que le juramos que no hay nadie en el mundo que pudiera hacernos más felices y, de nuevo, nos cree. Ese día en el que ver nuestra imagen idealizada en los ojos del otro, nos hace luchar cada día por ser esa persona: por no decaer, por no decepcionar, por no empañar lo que él cree de nosotros. Y esa agradable y desinteresada lucha, dura para siempre. Entonces sabremos que hemos encontrado eso que llaman "el verdadero amor" y que nadie (y me incluyo en "nadie") acierta a definir si no es cayendo en un puñado de tópicos cursis.

Inventamos, creemos y creamos. Y esa es la receta del amor.



lunes, 29 de agosto de 2011

No quedan días de verano

Fin de agosto. Ha empezado la liga, más tarde que pronto. La "vuelta al cole" está omnipresente en marquesinas, revistas, tertulias callejeras y telediarios. El día acorta: la noche empieza, progresiva y casi inadvertidamente, a robarle segundos a las horas de sol. Hoy un minuto más que ayer: imperceptible para la vista en el día a día, hasta que, de pronto, una tarde de octubre son las 7 y es de noche. Y lo sabes: el invierno amenaza.

Las calles desiertas en el mes de agosto vuelven de su letargo entre bostezos. La calle Colón vuelve a ser la calle Colón, y las tiendas del barrio dejan de esconderse tras persianas de hojalata de todos los colores.Vuelven las series a la tele y la normalidad a los horarios de autobuses. En otras palabras: vuelve la rutina, y nos preparamos silenciosamente para maldecirla durante todos los días del año. 

El viento cambia. Aún hace calor, pero su soplo es ahora algo más fresco y estremecedor a final de la tarde y al amanecer. El foulard ya no sobra por las noches (aunque a mí no me sobra nunca), y, de vez en cuando, una breve y aparatosa tormenta se convierte en el presagio de eso que tanto nos cuesta asumir y suena en nuestra cabeza bajo los acordes de la canción de Amaral: no quedan días de verano.

Llega septiembre, ese mes que, en el calendario oficial, es aún veraniego pero, en la práctica, no tiene nada de estival. Me gusta septiembre aunque se acabe el verano, porque es un mes nuevo, como un segundo año nuevo. La vuelta a las clases o al trabajo es la excusa perfecta para renovar vestuario (y actitud). 

Este año, septiembre me da un poco de miedo. No habrá clases, ni trabajo más allá del día 30. Tampoco sé qué excusa ponerme a mí misma para comprarme ropa nueva. El futuro se prevé incierto: muchas ideas y poco dinero en mí caso. Poco de todo en el caso del Estado, cuyo gobierno languidece a esperas de un cambio político en las próximas elecciones más que seguro que, por cierto, también me da mucho mucho miedo. 

Se avecinan cambios para este otoño y, por primera vez en mucho tiempo, desearía que la más plomiza de las rutinas cayera sobre mis días en los próximos meses para no enfrentarme a la incertidumbre total que me acecha.


domingo, 28 de agosto de 2011

Al otro lado

La niña abrió la pequeña puerta de madera hinchada por la humedad y sintió el golpe del aire frío de las montañas. Descendió un par de escalones para tener mejor perspectiva y miró alrededor. Había parado de llover pero las nubes no se habían disipado ni lo más mínimo. El cielo era una bóveda gris impenetrable de la que provenía un rumor incesante y amenazador que indicaba que la tormenta no había terminado. 

La niña comprobó desde el umbral de la puerta cómo el suelo se había convertido en un charco gigantesco que rodeaba la casa por los cuatro costados. Había llovido sólo un par de horas, pero con tal furia, que la maleza que crecía más allá del jardín de la casa había adquirido un aspecto mustio y lánguido. El ambiente estaba cargado de pesada humedad, y una densa niebla enturbiaba el inigualable paisaje montañoso.

Rodeó la casa por el porche lateral y observó las montañas que se alzaban hacia el sur. Eran altas pero de líneas suaves, y estaban cubiertas de arbustos, pinos y algarrobos. Le gustaba mirar en aquella dirección y perderse en la inmensidad del paisaje. El horizonte le parecía lejano y el terreno que se extendía ante sus ojos, inabarcable. Aquello le daba seguridad. 

Sin embargo, no le gustaba la parte norte de la casa, la que quedaba justo delante de la entrada principal. A unos diez metros de la casa se extendía una muralla de cristal que parecía ser interminable. Partía del suelo y se alzaba a miles y miles de metros de altitud, tantos que la niña no conseguía ver el final, si es que lo había. A lo largo, tampoco se adivinaba el fin de la muralla, por ninguno de sus extremos. Alguna vez había intentado comprobar hasta dónde llegaba, pero siempre se cansaba antes de que pudiera atisbar el final, y acababa volviendo a casa decepcionada. El muro tampoco podía romperse o demolerse de ninguna manera. Era duro como el acero y, a la vez, parecía frágil y cristalino. En los días de sol, la niña podía verse reflejada en él, aunque jamás había logrado observar lo que había detrás.

Alentada por el espíritu aventurero que le inspiraban las tormentas, aquella tarde decidió acercarse de nuevo al muro de cristal. Incluso antes de llegar a él, se percató de que algo había cambiado en su aspecto. Parecía más transparente que nunca, y su temperatura era muy elevada. La niña pudo sentir el calor que emanaba a unos metros de distancia. No sabía lo que había cambiado para que el muro ahora pareciera distinto, y sintió cierta inquietud que aplacó con grandes dosis de curiosidad. Se aproximó al muro con cuidado, e hizo acopio de todo su valor cuando extendió la mano y rozó con la punta de los dedos el humeante cristal. Sus diminutos dedos se hundieron en una masa espesa y gaseosa, como la propia niebla, ante la mirada atónita de la niña. Parecía como si el muro se estuviese evaporando por momentos. 

Fue entonces cuando lo oyó: alto y claro, como si alguien estuviera justo al otro lado de la muralla:

- Mamá, hay una niña en el cuadro.

La niña no entendió muy bien que significaba eso. ¿Podía verle el dueño de esa voz suave y aniñada? ¿Pero por qué hablaba de un cuadro?

- ¿Qué niña? No hay ninguna... uy... - oyó balbucear a una voz que parecía más adulta. Qué extraño...

Ese día no volvió a escuchar nada más, a pesar de que permaneció junto al muro durante mucho más tiempo, por si averiguaba algo o volvían las voces.

Los días siguientes siguió lloviendo. La niña observó con perplejidad la progresión del muro, que cada vez era más transparentoso y parecía más débil. Era cómo si desde aquel día en que el niño del otro lado del muro la había visto, éste hubiese empezado a desparecer. Entonces empezó a ver sombras, cada día más y más clara. Al principio eran sólo borrones de colores, pero luego empezó a vislumbrar siluetas, y las voces fueron haciéndose cada vez más claras, aunque la niña podía distinguir algo de inquietud en ellas. Estaba claro: los habitantes del otro lado del muro podían verla, aunque no sabía si la escuchaban como ella a ellos. 

- Otra vez la niña, mamá.. me da miedo.

La niña no entendía por qué le tenían miedo. Era sólo eso, una niña y, además, jamás podía franquear el muro de cristal, que aunque cada vez más debilitado y gaseoso, continuaba siendo impenetrable en su totalidad. 

Pasaron lluviosos días y la niña lo fue viendo cada vez más claro: no sabía el motivo, pero no les gustaba a los habitantes del otro lado del muro. Un día, contempló desolada como el muro había cambiado de nuevo. Volvía a ser opaco y duro, aunque de un color oscuro, a diferencia de como era antes. Era como si alguien hubiese extendido sobre él una capa de pintura negra. Ya no oía voces: los habitantes del otro lado del muro parecían haberse esfumado.

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En un contenedor maloliente de un barrio cualquiera de la ciudad, un enorme cuadro destacaba entre los desperdicios. Tenía un bonito marco de color dorado que parecía pintado a mano a juzgar por las múltiples direcciones de las pinceladas. La lámina mostraba un sombrío aunque majestuoso paisaje. Una casa de piedra y tejados de madera perdida entre un montón de montañas altas pero de líneas suaves. Era una escena de lluvia: el suelo estaba completamente encharcado y las hierbas estaban aplastadas por el peso del agua. En el balcón de la casa, una niña de aspecto melancólico y mirada perdida oteaba el horizonte.




miércoles, 24 de agosto de 2011

Noelia

Noelia es despistada como ella sola. Olvida sus tareas, algunas citas y hasta su propio cumpleaños sería capaz de olvidar. Siempre me he imaginado su cabeza como un hervidero de ideas: planes que le gustaría hacer y a veces no hace, preocupaciones por personas que no las merecen y ocurrencias maravillosamente absurdas que nadie más pensaría. Un lugar lleno de ruido, abarrotado de pensamientos, un caos donde ella, milagrosamente, encuentra el orden y la paz. 

Milagrosamente también, Noelia siempre encuentra un instante para regalarle a alguien cercano, alguien a quién hacerle sentir bien. Una observación tonta ("¿te has dado cuenta de...?", "¿nunca has pensado en...?"), una anécdota imposible ("a qué no sabes lo que me ha pasado?"), o simplemente una conversación cualquiera que arrancaría una sonrisa a un muerto.

Noelia es pura alegría sin histrionismo. Es feliz y punto. No revolotea, no presume. No lo necesita. Noelia encuentra la felicidad en las cosas pequeñas: una obra de teatro, una exposición de pintura, una canción inspiradora. Noelia ama el arte, y aunque se resista a reconocerlo, el arte la ama a ella también. 

Noelia es fuerte y valiente. Una todoterreno que esconde sus incomprensibles inseguridades detrás de un poderoso físico y una melena de leona con la que a veces no sabe qué hacer. Se la recoge en una coleta, se la retuerce con un lápiz, se enrosca mechones con las manos. Todo en la misma hora y media de soporífera clase. La misma clase en la que es capaz de echar una cabezada de dos minutos con el cuello erguido para despertarse súbitamente y confesarte -y lo dice en serio- que incluso le ha dado tiempo a soñar. 

Dicen que todos tenemos un niño dentro. Noelia tiene una niña fuera. En la mirada, siempre chispeante incluso si cansada, en su ademán grácil y despreocupado, en sus gestos tan espontáneos e inconfundibles: enfurruñada, divertida, triste, rabiosa, traviesa. Sí, la Noelia traviesa es la que más gusta. La que te roba la tapa de un boli y te la devuelve mordisqueada e inservible, la que te rasga un trozo de tus apuntes, la que te da un pellizco que es simplemente un "me gusta estar contigo", la que te saca de quicio haciéndote la burla, jugando con tu oreja o rayándote el brazo.

Noelia no habla si no tiene nada que decir, y con ella los silencios no son incómodos sino un lugar agradable donde instalarse un rato. 

Noelia me ha regalado su arte a veces, que cuelga de las paredes de mi habitación, y su amistad siempre, que conservo como el más preciado de los obsequios. Yo, a cambio, le regalo estas líneas para desearle el más feliz de los cumpleaños.

:)


lunes, 1 de agosto de 2011

Agosto

Las noticias de hoy han dicho que trabajar en agosto será un placer para los pocos pringados que nos quedamos vigilando la ciudad en el mes vacacional por excelencia. No habrá casi tráfico: autobuses, coches y taxis andarán a la velocidad de la luz por las avenidas semidesiertas de persianas bajadas e inusual silencio. Nos costará menos ir a trabajar, un lujazo, oiga. Porque todo lo demás son, sin duda, menudencias. 

Soportar un sol de justicia en el trayecto de casa a la parada de autobús no es para tanto. Es el mismo sol que dora las pieles de millones de españoles tumbados inertes a lo largo de miles de kilómetros de playa, tostándose hasta límites cancerígenos y rebozados de arena cuál calamares. 

Tampoco hay que quejarse por aguantar al jefe. Los que se van de vacaciones, a quién tienen que aguantar es a la familia. Niños, padres, suegros, cuñados. Comidas interminables seguidas de sobremesas soporíferas en las que cualquier miembro de esa, nuestra adorada familia, trata en vano de centrar nuestra atención. En vano, insisto, pues todo nuestro torrente sanguíneo se traslada durante los días de vacaciones a nuestro estómago, uno de los órganos más importantes para sobrevivir en agosto, relegando el cerebro a un órgano secundario.

Para qué quejarse de la rutina y la monotonía del trabajo, esa que, dentro de unos pocos días, echarán de menos muchos de los que hoy parten emocionados a sus distintos destinos vacacionales. Al final, la playa, la fiesta, las copiosas comidas y las excursiones, acaban convirtiéndose en la nueva rutina. Y puestos a elegir, más vale conocido... 

Total, que para qué quejarse de quedarse en casa en agosto. Yo, en particular, no cambio mi mesa de la redacción por ningún chiringuito de playa. El aire acondicionado que me seca la garganta me mantiene mas fresca aún si cabe que la brisa marina, inocua para la salud pero nefasta para mi pelo. Estoy más blanca que la pared, pero no tengo marcas de bikini y no sé lo que es pasar calor en una playa que parece una lata de sardinas. Y además, me ahorro las grotescas vistas de ennegrecidos cuerpos deformes, arrugados y fofos aceitosos por la crema bronceadora y al límite de la autocombustión. Y lo mejor: este año doy esquinazo a la peor parte de las vacaciones: la vuelta al trabajo.

Y aunque todo lo que precede a esta frase suena a autocompasión más de lo que me gustaría, prefiero pensar así y comerme agosto de un bocado, que dejar que agosto se me coma a mí. ¡Feliz mes! :)



sábado, 30 de julio de 2011

La última estación

Vivo en una estación. En realidad, todos vivimos en una estación. Como los trenes que las habitan, venimos y vamos. Venimos de algún lugar, de algún momento, peor o mejor, pero ya conocido, y vamos hacia la incógnita. Por mucho que queramos evitarlo, constreñir el devenir con planes divinos y destinos inevitables, cada día es un salto al vacío, un paso al frente que viene a decir algo así como: "bueno, aquí sigo, ¿qué hay para hoy?". 

En las estaciones hay gente, mucha gente. Todos vienen y van también. Caras conocidas, habituales, y también muchas extrañas, fugaces, que no volveremos a ver. Gente que se cruza en nuestro camino por una décima de segundo. No son más que una sombra veloz que remueve el aire al pasar a nuestro lado, y cuyos pasos siguen el ritmo de la melodía que suena en nuestros auriculares. De pronto están, y de pronto se van, ya no los ves, porque se han subido a otro tren, uno que no te interesa, o que quizá tomes más adelante.

En las estaciones el tiempo pasa... a destiempo. Las horas se van demasiado rápido cuando se trata de tomar decisiones, de vivir el momento, de hacer y decir lo que queremos, pero demasiado lentas si pensamos en la próxima estación en la que nos tocará vivir.

Cada estación es un mundo. En mi mundo hoy hay caras familiares, caras nuevas que aspiran a serlo, hay motivación, valor, satisfacción y algo de sueño. Hay titulares de prensa que hacen saltar por los aires la supuesta tranquilidad informativa del verano. Hay sueños cumplidos y otros más cercanos de lo que jamás hubiese pensado. Hay inseguridad, qué le vamos a hacer si le gustan todos los trenes que decido coger, aunque uno de los sueños que intuyo alcanzable es tirarla por la borda a pequeños puñados. Mi estación me gusta, y yo le gusto a ella, pues me acoge con mimo cada día, me regala sonrisas, oportunidades, señales luminosas que me guían

Todos sabemos que no hay ni una sola estación definitiva (sólo hay una, de la que no se vuelve más). Pero mientras hay vida, siempre viene otro tren, primero como un rumor en la lejanía que nos advierte de su llegada. Más tarde, irrumpe en nuestras vidas y no podemos hacer otra cosa que subirnos, dejando en el andén todo lo que ya no nos sirve. El tren siempre llega, aunque a veces tarde y nos tiente el ansia, la peor invitada de una estación. Ansia de avanzar, de bajar demasiado rápido de un tren aún en marcha. Y a veces, es el ansia el que nos empuja al interior de un tren equivocado, uno que nos lleva a un lugar oscuro, frío, inerte. Una especie de purgatorio en el que nuestra última palabra decidirá si seguir o parar. Parar para siempre en la última estación.




"Cuanto mas insegura me siento, más crece mi peinado" (Amy Whinehouse).

lunes, 11 de julio de 2011

El monstruo rojo

Se había acostumbrado a vivir con él, a tenerlo en su vida a ratos. A veces estaba, a veces se iba, sólo para reaparecer después. Se presentaba bajo diversas formas. Podía ser una mala noticia, una decepción, un deseo incumplido. Era una y mil cosas a la vez. Un monstruo rojo, como le gustaba que le llamaran, que se alimentaba de lo mismo de lo que estaba hecho, de miedo, desesperanza, inseguridad o dolor, y que se deshacía como una figura de arena en medio de un vendaval con tan sólo una sonrisa sincera.

No siempre había formado parte de su vida. Llegó un buen día, cuando los problemas empezaron a ir más allá de un intercambio de cromos injusto o una pelea absurda hecha y desecha con el verbo "ajuntar". Llegó para quedarse. Lo recordaba en muchos momentos de su vida. En aquel examen tan importante se escondió bajo el pupitre de la profesora. En su primer día de trabajo, el monstruo rojo la acompañó de la mano, aunque finalmente consiguió dejarle fuera. Y no sólo estaba en los grandes momentos, también en el dia a día. Se colaba en cualquier conversación para lanzar su mensaje de duda y sembrar la discordia.

Poco a poco empezó a asimilar que el monstruo rojo no se iría fácilmente. Quizá no se iría nunca. Pero entendió, también, que el mérito estaba en conseguir ignorarle. Así, empezó a soltarse de su mano cuando se empeñaba en acompañarle, consiguió gritar aún más fuerte que él para hacerse oir, fue capaz de apartar la vista cuando lo veía detrás de cualquier esquina, esperándola para hacerle tropezar. Y cuanto más ignoraba al monstruo, más debilitado parecía éste. Empezaron a pasar días enteros en los que no aparecía. A veces, aprovechando sus horas más bajas, el monstruo la tentaba de nuevo. Para que se equivocara, para que temiera, para que se sintiera incapaz. Y aunque a veces aún le dejaba hacer y deshacer, cada vez era menor su poder sobre ella. 

El monstruo rojo empezó a apagarse, a perder color y brillo. Pero siempre acababa volviendo, oscuro y opaco, como un inquietante recordatorio. Y entonces lo comprendió. Él siempre estaría con ella, esperando cualquier tropiezo para alimentarse y encenderse de nuevo. La clave era nunca más darle luz. Mantener su estela apagada. Entendió que la vida sin él no tenía sentido. Sólo teniendo un monstruo rojo en su vida, podía entender el significado del éxito, la felicidad, la confianza, el amor. 

Y en la antítesis, en el eterno blanco y negro, encontró la respuesta que siempre había estado buscando. Que el sentido de la vida está en la dualidad. Que no hay cielo sin infierno, no hay amor sin odio, ni felicidad sin desgracia. Que para entender la virtud, hay que empezar mirando el defecto. Que para ser feliz, es necesario haber conocido la tristeza.

miércoles, 22 de junio de 2011

Fantasmas

Una vez más, las palabras de Elvira Lindo en su artículo "Periodistas", me han salvado del pesimismo total acerca de mi futura profesión. El recorte del periódico cuelga de la pared de mi habitacíón, quiero tenerlo a mano siempre, porque el pesimismo periodístico siempre acecha (me ha sido diligentemente inoculado durante cinco años de carrera universitaria). Algunas de sus frases se han convertido ya en auténticos mantras para mí, que invoco cuando quiero deshacerme de los fantasmas que planean sobre el periodismo actual. 

Fantasmas como que un medio de (in)comunicación utilice el Photoshop para borrar del mapa a algunas de las personas que acudieron a la manifestación 'indignada' del pasado domingo, mutilando por el camino cabezas y otros miembros, y así manipular la verdadera realidad: que fueron muchos más que cuatro perroflautas proetarras los que salieron a la calle. Otros medios han comparado cifras de manera totalmente tendenciosa estos últimos días, para construir una determinada visión de las cosas que nada tiene que ver con la realidad. Son muchos más los que votan que los que se quejan, dicen. Está claro, para ellos, el voto exime de la crítica posterior. "Me has votado, pues te callas". Para mí, precisamente porque somos quiénes les votamos, tenemos el derecho de reprobar cuanto queramos sobre sus acciones. Y más cuando se trata de decisiones que nos afectan directamente. 

Estos son solo un par de ejemplos recientes. Más allá de la anécdota concreta, la realidad del periodismo me preocupa, y mucho. Sé que los medios no son objetivos, que son un mecanismo de construcción social y que son un negocio más, ligados a empresas y con una ideología propia que tratan de inocularnos con la famosa aguja hipodérmica (ha sido acabar la carrera, y los conceptos que creía olvidados han resucitado súbitamente en mi cabeza, ¿será que son más aplicables que nunca?). Aún así, me resisto a pensar que no se puede hacer un periodismo distinto, a título individual, inmune a las presiones y al poder de Don Dinero. Soy consciente de que el idealismo de la reciente licenciatura puede haber minado mi sensatez. Al fin y al cabo, son muchos más medios los que practican el otro periodismo, el sucio, el interesado, el manipulador, el tendencioso, a pesar de que, desde algunas de esas plataformas corruptas, a veces se alcen voces inteligentes que arrojan un rayo de luz sobre el desalentador panorama. 

Y así, sin darme cuenta, me encuentro a menudo cayendo en el pesimismo que aborrezco en otros, y no me queda otra que mirar ese recorte de periódico enganchado con celo a mi pared, para volver a creer, para saber que las cosas se pueden hacer de otra manera. Que se puede informar con responsabilidad, con ética y respeto a la verdad, sin perder el sesgo subjetivo que no sólo es inseparable del periodismo sino que también es necesario para hacer reflexionar al lector, para abrir nuevas vías de entendimiento y no quedarse en las obsoletas cinco uves dobles.

"Ojalá que haya una nueva generación batalladora que demuestre que el periodismo sigue vivo. Que a lo mejor los que estamos un poco muertos somos nosotros".

martes, 14 de junio de 2011

Porras y flores

Entre odas al pobre pepino, que junio por fin vuelve a ser junio, y los últimos coletazos de la actividad política antes del verano, el 15-M va perdiendo fuelle en los medios de comunicación. No es de extrañar. La noticia está donde está lo nuevo y, afortunadamente, el movimiento por la democracia real está durando más de lo esperado. 

Ahora, algunos campamentos están siendo (esta vez sí) voluntariamente desmantelados, y los manifestantes, con opiniones encontradas, recogen sus bártulos, con la seguridad de que eso no implica el final. Otros, como el de Valencia, aún permanecen. El regusto amargo de la carga policial del pasado jueves, cuando los manifestantes se concentraban ante Les Corts, aún pesa en la memoria de muchos. No sé si en la conciencia de los miembros de las fuerzas de seguridad del estado pesará también la culpabilidad de una carga policial desproporcionada que, desgraciadamente, no es la primera. Intento pensar en ellos como personas, como padres de familia, con hijos que acaban de terminar la carrera y no encuentran trabajo, con otros hijos en camino, con hipotecas, con familiares discapacitados y ayudas que no llegan. Entiendo su función social, pero se me ocurre preguntarme si no se podría reducir sin golpear, aunque para ello hagan falta más policías y menos armas.


 

Dicen que ni siquiera sabemos lo que reivindicamos. Y quizá tengan razón. Hay confrontación de ideas, diversidad de propuestas e incertidumbre, mucha incertidumbre. Pero se les escapa algo: sabemos lo que no queremos. Basta con eso para empezar a construir algo nuevo. Sea como sea, nuevas vías de actuación se abren en el horizonte. Y lo cierto es que, aunque todo terminara ahora, y el espíritu "indignado" muriera prematuramente sin dejar rastro, lo cual parece improbable, habría valido la pena. Mientras llega todo lo demás, me queda la esperanza, la sensación de que hemos despertado de un peligroso letargo que es el caldo de cultivo del abuso de poder y del control social.

Puede que los resultados no lleguen pronto, o no lleguen nunca, pero el consuelo de saber que estamos vivos, que no hemos perdido la legítima capacidad de quejarnos, que aún podemos hacer cosas juntos, vale más que nada. Que aún podemos reunirnos en una plaza y gritar todo lo alto que queramos que las cosas no están bien así. Que aún podemos regalar flores a los sicarios enviados por pesos más pesados, cuando saquen la porra a pasear. Que podemos soñar con un mundo mejor, y que nos tachen de utópicos, porque en la utopía empieza el cambio.

Don't wanna see another generation drop, I'd rather be a comma than a full stop.


lunes, 30 de mayo de 2011

Tres minutos para soñar

Siempre he pensado que hay un rincón del cerebro dedicado única y exclusivamente a recordar canciones. Una porción ínfima pero de capacidad infinita que deja obsoletos los ciento y pico gigas de un ordenador.

Sólo así se explica que una nota, un simple acorde que irrumpe de súbito en la motonía de cualquier día, pueda desatar al instante un torrente de emociones, mucho antes incluso de que uno pueda identificar de qué canción se trata. Sin esa poderosa glándula cerebral, no habría podido dar un brinco de sorpresa aquella mágica noche de celebración para, acto seguido, abandonar mi cuerpo al familiar ritmo de una melodía que creía olvidada. Hubiera sido improbable estremecerme aquella tarde de vacaciones de verano en una buhardilla sofocante, cuando encendí la radio y una canción (la canción), reabrió mis tiernas heridas sin piedad. Sería rematadamente imposible recordar cada palabra de cada frase de cada estrofa de un tema que vivió y echó raíces en mi repertorio musical hace ya más de tres años. 

Para mí, una canción puede ser muchas cosas. Un grito de guerra. Una llamada al amor. Un "ahí te quedas" guitarreado con saña. Una nana susurrada que me trae consuelo en medio de la desolación. Un lugar donde pensarme durante un rato. Unos minutos para recrearme en mi felicidad, para dejar mi corazón hincharse, sin espacio para la cautela y las reservas. Un refugio de la amarga realidad. La banda sonora de mis idas y venidas. Un subidón de adrenalina, alegría pura, vitalidad, ganas de saltar, gritar, reir, besar... como si no hubiera mañana. 

Cada canción evoca un recuerdo. Y así como hay recuerdos felices y otros dolorosos, hay canciones capaces de transportarte a un tiempo tan feliz, que quisieras volver a vivirlo, y otras que te devuelven ese regusto amargo que dejaste atrás no hace tanto. Sea como sea, suena la música y los recuerdos vuelven a ti de forma que casi puedes oler lo que oliste entonces, casi puedes verte a ti mismo haciendo eso que hacías y que ya no haces, porque el tiempo ha pasado, porque es otro momento. Porque ya no trabajas en ese sitio, ya no coges esa línea de metro, porque nunca volviste a repetir ese memorable viaje, porque no has vuelto a pensar en la persona que te descubrió esa canción, porque hacía siglos que no la escuchabas y una conspiración del destino la ha hecho volver a ti de nuevo como un diabólico boomerang. 

Y cuando vuelve a tus oídos esa bendita o maldita melodía, se activa esa parte increíble de nuestra anatomía cerebral. Podemos constatar entonces aquello que ha cambiado y lo que sigue igual. Lo que nuestro corazón había olvidado pero nuestra infalible memoria no. Lo que nuestra falible memoria había olvidado pero nuestro corazón no.



miércoles, 18 de mayo de 2011

453

Hace ya cinco años de aquella primavera. Extenuada, demasiado delgada y ojerosa, aunque con el brillo de la expectación en la mirada. Así me encontraba después de meses de esfuerzo y dedicación para conseguir la única meta que he perseguido en mi vida. Eran días calurosos, pesados, en los que flotaba resignada como en el purgatorio que antecede al cielo... o al infierno. Hoy puedo decir bien alto que lo conseguí. Alcancé esa meta y tras ella encontré un abismo aterrador de incertidumbre e inexperiencia. Me dejé caer y, como por arte de magia, me crecieron alas. Volé. 

Mi peripecia ha durado muchos meses, semanas, días interminables. Mañanas soñolientas en las que parecía imposible levantarse de la cama, tardes eternas pegada a un ordenador, bollería industrial a deshoras con la mejor compañía, lectura de libros sujetos con pulso trémulo en el vagón del metro, toneladas de apuntes manidos y (re)subrayados, manos manchadas de tinta de periódico, algunas clases magistrales escuchando embelesada, muchas otras de profundo hastío, de uñas mordidas, mechones de pelo retorcidos, notitas adolescentes y risas subrepticias. 

En mi camino he encontrado miedo, pereza, desmotivación... Me han tentado y he de reconocer que he sucumbido a veces. Pero hoy es el día en el que sé que ha ganado la ilusión, la voz de mi conciencia (que me decía que éste era mi camino), las ganas de saberlo todo, de entenderlo todo.




Ha ganado (me han ganado) el pequeño puñado de amigos que han hecho grande cada día: sin duda el mejor de mis hallazgos en este lustro que dejo atrás. En ellos me he visto reflejada y mejorada, y a través de sus ojos me he sentido mejor persona. Me han contagiado su calma cuando la mía estaba ausente, me han tendido una mano en cada escalón, me han hecho reír con un gesto o con una historia absurda, relegando al olvido la migraña. Hemos compartido gustos e inquietudes, y entre nosotros ha crecido esa mágica sensación de pertenecer a un mismo lugar, aunque vengamos de lugares diferentes y hayamos sido desconocidos la mayor parte de nuestras vidas.

Ha ganado el 453 garabateado velozmente en las encuestas de evaluación de los profesores, esas que aparecen en nuestras mesas cada mes de enero y de junio. Tres números que han cambiado mi vida. Ha ganado el Periodismo.

martes, 3 de mayo de 2011

Lo que sé

No recuerdo quién me dijo que cuando una idea te ronda, viene, se va, rebota en tu cabeza una y otra vez, hay que escucharla y dejarla existir. Darle la vida en un trozo de papel, o en una servilleta, en su defecto. 

Estos días me rondan tantas ideas que, como diría el filósofo Homer Simpson, no me oigo pensar. Frases recurrentes, imágenes reincidentes. No logro ordenarme, y sé que quiero decir algo, pero no sé el qué. Las musas se me acercan, me susurran palabras inteligibles y se marchan antes de que pueda preguntarles. No puedo hacer nada por retenerlas. Me abandonan dejando en mí esa sensación de lo inconcluso, de la tarea pendiente. 

En medio de tanta incertidumbre, hay algunas cosas que sí sé. El tiempo me apremia. Mouriño me aburre. El vestido de novia de Kate Middleton me gusta (y eso es lo único que me importa de la boda real). Lo de Libia me horroriza. La desaparición de Osama Bin Laden me alivia, aunque la impunidad de los "asesinatos de Estado", me asusta, y mucho. Las próximas elecciones autonómicas me desmotivan y la ausencia de candidatos decentes me entristece. Los grupos de Facebook haciendo leña del árbol caído con el incidente copero de Fernando Ramos, me divierten. La prensa deportiva me preocupa últimamente. Que el presentador de Sálvame compare con su programa con la prosa de Pérez Galdós, me deja sin palabras.

martes, 19 de abril de 2011

Il Naviglio

Un caudaloso río de agua plateada. Filas de casas de colores en ambas orillas. Terrazas sembradas de sombrillas de colores, en las que un puñado de personas, apenas unos manchurrones imprecisos, disfrutan de sus bebidas bajo el sol del mediodía. Cestas de flores de mil tonalidades abarrotan el pavimento adoquinado.

Recuerdo haberme perdido muchas veces en esa lámina, engalanada con un marco verde que aún cuelga de una pared de mi casa. Hoy, después de mucho tiempo sin mirarla, aunque todos los días la veo, he vuelto a detenerme en la alegría que desprenden los trazos vivaces de esta acuarela de colores pastel. Cuando era pequeña solía imaginarme que me adentraba en el cuadro y paseaba plácidamente por la orilla del río, disfrutando del baño de sol sobre mi piel, oliendo el aroma del café en el aire, sintiendo la humedad del agua cercana en mis huesos, oyendo el barullo de conversaciones ajenas...


Hoy, en una aproximación más aséptica y menos apasionada al cuadro, he recaído en detalles antes intrascendentes: el nombre del autor (F. Neri), escrito en la esquina inferior izquierda con trazo firme e inclinación descendiente, y el nombre del lugar, Il Naviglio, en Milán. Sin poderlo evitar, he tecleado el apellido del pintor en mi ordenador portátil. Un mediocre artista francés que, sin pena ni gloria, lleva pintando acuarelas más de veinte años. En mi indagación he encontrado unas palabras que definían el estilo del pintor como "una forma asombrosa de capturar los momentos efímeros de la vida humana". Me ha parecido que, efectivamente, el autor había sabido atrapar en esta discreta obra, un momento feliz, despreocupado. Gente conversando, apurando sus aperitivos antes de volver al trabajo.


Mi curiosidad me ha llevado también a buscar el lugar exacto de Milán que inmortaliza la lámina. Después de observar detenidamente varias imágenes del paraje, me he decepcionado al constatar que la realidad no tiene ni la mitad de magia que su interpretación artística. Las fotografías me han mostrado un lugar vulgar. Algunos escombros flotando en el río, manchas indelebles en los adoquines, pintura desconchada en las paredes de los edificios, sombrillas deshilachadas y de colores apagados devorados por el sol. Gente demasiado atareada para pararse a oler su café, devorando sus comidas por necesidad más que por placer. Ni rastro de las flores, tan sólo un par de macetas habitadas por áridas plantas perennes.


A veces, una visión concreta supera la realidad absoluta. La magia y la belleza no están en los lugares, en las cosas o en las personas, sino en los ojos de quien mira.

viernes, 15 de abril de 2011

Cibercalabazas

Viernes ocioso e improductivo. Migraña acechante y sin ocupación aparente. Así me encontró hace unos días el ya mítico talk show El Diario (de Patricia). El popular programa dejó de lado por un día los dramones familiares y los tests de paternidad para abordar un tema que nunca cansa: el ciberamor. Un auténtico filón. Y lo cierto es que una de las historias me ha enganchado por completo, y casi ha conseguido silenciar la voz de mi conciencia periodística, que me reprende cada vez que mi televisor sintoniza un programa de telerrealidad durante más de cinco segundos seguidos (los zappings me están permitidos).

Una chica de unos 18 años contaba sin tapujos su recién estrenada historia de amor. O mejor dicho, de ciberamor. Conocía al susodicho desde hacía algunos meses. Lo típico: se conocieron por una casualidad (un error telefónico en este caso), y poco a poco fueron haciéndose íntimos. Aunque sin tocarse y sin mirarse (sí se habían visto por foto en alguna ocasión) habían fraguado una intensa amistad. Y ahora eran novios. Cibernovios, vamos. Él le había dejado clarísimo lo especial que ella era, claro, ha puntualizado la muchacha en varias ocasiones. Sabía que era la única mujer en su vida, pero el hecho de no verle cada día, la distancia, la hacían dudar... Quizá por ello había decidido recurrir a la infalible y socorrida opción de lavar los trapos sucios delante de todo el mundo, supongo que para tener testigos si su príncipe le salía rana. 

Tras contar su historia con pelos y señales, expectante e ilusionada por abrazar y besar a su hombre, la chica abandonó el plató para dar paso al cibernovio en cuestión.

Y entonces comenzó el show. El chico, 25 años, relaciones públicas de una discoteca y autodeclarado experto en el mundillo de la noche, se vanaglorió de ser un pichabrava y repitió hasta la saciedad que ni tenía novia, ni la quería. "¿Pero, hay alguien especial?", insistía la presentadora tratando de salvar la situación. "No, nadie", reiteraba el muchacho con indiferencia. Y mientras se explayaba sobre las virtudes de la soltería y declaraba no tener nada ni parecido a una amiga especial, el sádico realizador del programa nos ofrecía un primer plano de la enamorada hecha trizas en el backstage. Llorando y rabiosa por la desfachatez de su ángel caído, podían leerse algunos insultos en sus temblorosos labios.

Tras exprimir al invitado convenientemente, para que no hubiera lugar a dudas de lo que iba a ocurrir a continuación, la presentadora dió paso a la desengañada joven. Paralizada por la amarga sorpresa, sólo acertó a balbucear que era un mentiroso y poca cosa más, aunque estoy segura de que al cabo de un rato le vinieron a la mente mil insultos ingeniosos para dejarle con el culo al aire delante de la audiencia. Pero no fue así. Su precipitada e inesperada vuelta a la soltería la dejó K.O., mientras su Romeo pasaba de ella, eso sí, con bellas y amables palabras y con "mucho cariño". Casi, casi, paternal. 

¿Fue la chica demasiado inocente, y se dejó llevar por su juventud y candidez al pensar que su galán cibernético era verdaderamente su novio?¿Supuso sin motivo alguno esta relación, embriagada por los cánones pastelosos de la Saga Crepúsculo y las novelas de Federico Moccia? 

¿Fue el chico un caradura al alimentar con falsas promesas las ilusiones de su enamorada? ¿Al haber prácticado a diestro y siniestro el flirteo, deporte nacional por excelencia, sin importarle para nada los sentimientos de la joven?

Sea como sea, esta no es la primera vez, ni será la última, que las cibercalabazas protagonizan el exprograma de Patricia. Parece que la Red es la excusa perfecta para hacer y deshacer sin sentirnos culpables, como si detrás de la pantalla no hubiera una persona que siente y padece, como si nuestro ciberinterlocutor no fuera tan humano como la señora que nos vende el pan. 

Algo parecido pasa con las redes sociales, donde la gente se insulta con una violencia inusitada, y no pasa nada. Porque no es lo mismo que uno le llamen "hijo de puta" en el mundo virtual que en vivo y en directo, o eso parece. La situación es especialmente preocupante en Twitter, donde famosos, famosillos, periodistas, gente del artisteo en general y anónimos, intercambian insultos y demás desprecios con una tranquilidad pasmosa. Y yo, que francamente, me ofendo igual si un señor que no conozco de nada me insulta vía twit que si me increpa en la cola del supermercado, alucino con la beligerancia de algunos personajes, que intercambian perlitas a la altura de un Sálvame Deluxe cualquiera.

Pero, al parecer, en Internet todo vale: el derecho al insulto prevalece sobre cualquier cosa, nadie se enfada y no hay denuncias absurdas por injurias o calumnias. Es un universo feliz y despreocupado donde se puede decir cualquier cosa, porque las palabras no significan lo mismo que el mundo real. Y si no, que se lo digan a la chica de las cibercalabazas.