viernes, 15 de junio de 2012

Así

Me confieso culpable de analizar el comportamiento del prójimo en base a "lo que yo haría". Pero, ¿y quién no lo hace? Reconozcámoslo. A todos nos parece que lo nuestro es lo mejor. Nuestra manera de obrar, nuestra manera de pensar, incluso nuestra manera de analizar el comportamiento del prójimo. 

Me confieso culpable de no entender nada de lo que está pasando a mi alrededor (y nada, es nada, desde la esfera más íntima de mí, hasta la complejidad de un sistema que agoniza). Me confieso culpable de no hacer nada por entenderlo, o, como mucho, hacerlo desde un único prisma: el mío. Es tan difícil ponerse en el lugar del otro...

Y sin embargo hay hechos, comportamientos y acciones que nuestra mente no alcanza a comprender, porque nosotros "no lo haríamos así.". Y asi es como nos desesperamos cuando alguien actúa de manera opuesta a "lo que cabría esperar" (que en este caso, es lo mismo que decir "lo que yo espero"). Así es como no entiendo al gobernante corrupto que bajo el yugo de la desinformación y la desfachatez ahoga a millones de ciudadanos que confiaron en sus promesas. No entiendo que hayamos desarrollado un mundo tan al margen de cualquier tipo de lógica, al que, si llegara ahora mismo un extraterrestre, exclamaría: `"pero, ¿por qué hacéis esto así? ¡Si sería más fácil y justo de esta otra manera...! Un mundo donde el éxito de unos depende de la cruel y forzada agonía de otros. Un mundo en el que las palabras se quedan cortas para describir cuan injusto y absurdo es anteponer la pompa de "poner bonita una ciudad" a la calidad de vida de la población, por mentar un ejemplo.

Me confieso culpable de no entender a veces a mis amigos, a mi familia, a ti. De pensar con quizá más soberbia que razón, que yo lo haría mejor. Y probablemente lo haría. Pero si todos fueran como yo, el mundo sería un tedioso lugar lleno de "nurias". O lo que es lo mismo: un lugar alegre pero donde abundarían las preocupaciones, las mil vueltas a todo. Un lugar donde el más férreo orgullo lo seguirías desvaneciendo tú. Un lugar bullicioso, dinámico y estático al mismo tiempo, donde nada estaría demasiado claro excepto una cosa: la buena voluntad. Una paradoja constante. 

Pero como en la variedad está el gusto, me alegro de vivir rodeada de gente que no entiendo, que me desespera, que me hace pensar y conjeturar acerca del bien y el mal. Aun a riesgo de volverme loca.

martes, 12 de junio de 2012

Mesita de noche

Siempre he querido tener una mesita de noche. A poder ser cuadrada y de madera. Una cosita rústica y mona. Un mueble donde mis cosas me esperen hasta que llegue el nuevo día. El reloj, los pendientes, alguna horquilla que pronto desaparecerá sin dejar rastro, porque ése es su destino. Objetos efímeros, cambiantes, diferentes a otros más perpetuos y, por tanto, más objetos. Un reloj despertador de esos de numeros rojos que cortan la oscuridad de la noche como un cuchillo. Una lamparita de luz amarillenta que en invierno abriga y en verano achicharra. 

Nunca he tenido, sin embargo, una mesita de noche. Ni de pequeña, ni de mayor. En ninguna de las dos habitaciones en las que he dormido de forma permanente. En la habitación de mi infancia no tenia mesita, porque apenas tenía cosas. O mejor dicho, tenía cosas que otras personas -mis padres- gestionaban (movían, cambiaban, tiraban, guardaban) por mi. 

Ahora, en la segunda cama de mi vida, lo que tengo son estanterías. De madera clara. A la altura justa para alcanzar con manotazos dormidos mis objetos sin tener que incorporarme a un ángulo mayor de 45º. Y en mis estanterías hay objetos inservibles (yo los llamo no-objetos), también conocidos como figuritas, souvenirs, marcos de fotos...) y otros como un móvil apagado o un vaso de agua (siempre medio lleno).

En estos días raros y lentos, cosas de la vida, me ha tocado tener cerca una mesita de noche. De madera y super rústica. Y me encanta, pero no es mía. Nunca lo ha sido y nunca lo será. Tan solo me acompaña "de prestado" durante una época de mi vida. Protege gustosamente mis cosas cada noche, que la abarrotan sin piedad. Lamparita, yogur vacío, pendientes, neceser, y un par de cosas ajenas. Porque la mesita no es mía, y eso no lo puedo olvidar.

No está mal lo de las estanterías, digo. Pero no son una mesita. Y yo quiero una mesita.


lunes, 4 de junio de 2012

De luchas y revisiones internas

Tengo 23 años, 9 meses y 8 días. Y hasta hace poco, las ideas claras, incluso rígidas, mucho más de lo que cabría esperar en una veinteañera enamorada de la vida, optimista por naturaleza, y que ha visto a su adolescencia transmutarse en juventud entre canciones de amor, novelas rosas, comedias sensiblonas y escenas románticas en bucle de series que sin duda, marcaron una época para mí .

Y sin embargo, nunca ha sido lo mío lo de lanzarme a los brazos del amor así, a lo loco, solo porque el corazón lo manda. Nunca ha sido lo mío acatar sin rechistar las órdenes de ese órgano al que atribuimos los sentimientos, y que es sólo una víscera más (bueno, una bastante importante) de nuestro perfectamente imperfecto cuerpo. Yo siempre le he pedido explicaciones: ¿por qué esto?, ¿por qué lo otro?, ¿y esto a qué viene?, ¿pero qué me estás diciendo a estas alturas?...

Otras veces he sido menos incisiva con él, y me he limitado a consolarle cuando lo ha necesitado. "No sufras, que todo pasa", "ya queda menos", "no te preocupes, ya nadie volverá a hacernos daño". 

El caso es que, para bien o para mal, esa voz (la voz, mi voz) que atribuimos a nuestra cabeza, nuestro cerebro, que no es sino otro mero órgano más (bueno, uno bastante importante...), siempre ha estado ahí. A veces más alta. Otras, apenas un susurro quebrado por la angustia. Pero nunca, hasta hoy, me había abandonado.

Hoy la busco y no la encuentro. La llamo y no aparece. Y mientras, mi corazón (o cómo diría Joey Tribbiani utilizando los sinónimos de un procesador de textos, "mi gran músculo aórtico"), grita más que nunca. No se calla, berrea sin cesar cosas que no quiero escuchar, porque son mentiras, mentiras, mentiras que no he de creer. Mentiras que espero, sin éxito, a que mi cabeza acalle con un "pero cómo puedes ser tan ingenua...". Y nada, que mi cabeza ya no dice nada. ¿Estará de huelga por la crisis? ¿Se habrá cansado de asistirme después de tantos años de sobreesfuerzo, de consultarle a cada paso, a cada decisión? ¿Se habrá conchabado con mi corazón, contra mi?

Y así es como con mis 23 años, 9 meses y 8 días, las circunstancias me obligan a reformular todo lo que he construido desde que conocí la complejidad. Desde que 1+1 dejaron de ser 2, y la realidad empezó a enrevesarse mucho más allá de la idílica ficción de los libros, canciones y películas. La experiencia me obliga a girar la vista atrás y entender que, quizá ser así estuvo bien para entonces, para un momento en qué necesitaba encontrarme a mi misma desde la paz del pensamiento, no desde las emociones de los sentimientos. Pero hoy, hoy puede que todo haya cambiado, y estos días de lucha interna e incertidumbre, sean solo el principio de una nueva moraleja, una nueva manera de entender las cosas, que puede cambiarlo todo para siempre. 

Mientras tanto, la lucha interna sigue, agotando mis fuerzas por momentos... 

¿Quién ganará?