viernes, 7 de octubre de 2011

Próxima parada

Avanzó sin prisa pero sin pausa por las calles aún dormidas de la ciudad. El cielo amarilleaba: otro día más, otra oportunidad más. Sacó el móvil de su mochila y miró su rostro reflejado en la pantalla inerte. Aceptable, pensó, mientras sus pasos devoraban los metros y más metros que la separaban de la boca del metro. 

Sabía a dónde se dirigía. Que le vería, que sus miradas se cruzarían. Y sin embargo, su corazón guardo reposo hasta que la arquitectura acristalada de la boca del metro apareció ante su vista. Ya faltaba poco.

Descendió por las escaleras mecánicas mientras atusaba inconscientemente su pelo. Abandonaba el mundo real para sumergirse, por unos minutos, en el mágico mundo subterráneo en que en el mundo parecía pararse cada mañana, cuando le veía entre la muchedumbre y , cada día, sus palabras, tan pensadas y ensayadas, morían antes de salir por sus labios.

Espero los dos minutos de rigor. El rumor del metro llegando resonó en su cabeza. Su corazón se aceleró, y su pulso se volvió trémulo según pudo comprobar al accionar, con dificultad, la palanca de apertura de las puertas del vagón.

Él ya estaba allí, como cada mañana. Entre un señor gordo de camisa a cuadros y una señora cubierta de joyas y maquillaje que, aunque lo ignoraba, también eran habituales en el metro de la línea 1 de las 8.18. Él la miró. Sus ojos sonrieron, aunque no sus labios, mientras sus manos se refugiaban en los bolsillos de su sudadera. Varias personas se interponían entre ambos. Pero no entre sus miradas, que se cruzaron varias veces en el lapso de 5 minutos que compartieron, como siempre, aquella mañana. Miradas que eran zarpazos, caricias y preguntas. Acometidas que cesaron cuando el metro se detuvo en la parada de él. Se bajó. Las puertas se cerraron. El metro arrancó y se alejó del andén, convirtiendo su imagen en un borrón de colores. Próxima parada: un duro y largo día.


Tras la fugaz decepción (de nuevo faltaron las palabras y el tiempo) vino la eufórica ilusión (de nuevo sobró la emoción y la energía entre los dos desconocidos). La ilusión se formó ante sus ojos como una nube densa de todos los colores, y se instaló cómodamente en su cuerpo. No se iría hasta unos segundos antes del próximo encuentro, cuando el temor a no verle, a no atreverse a hablarle, a perder su mirada, lo único que tenía de él, empañaran la emoción. Justo entonces, al verle de nuevo, el recuerdo de su rostro, de su ropa, de su gesto, ganarían de nuevo el pulso. Y otra vez la ilusión.

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