lunes, 29 de agosto de 2011

No quedan días de verano

Fin de agosto. Ha empezado la liga, más tarde que pronto. La "vuelta al cole" está omnipresente en marquesinas, revistas, tertulias callejeras y telediarios. El día acorta: la noche empieza, progresiva y casi inadvertidamente, a robarle segundos a las horas de sol. Hoy un minuto más que ayer: imperceptible para la vista en el día a día, hasta que, de pronto, una tarde de octubre son las 7 y es de noche. Y lo sabes: el invierno amenaza.

Las calles desiertas en el mes de agosto vuelven de su letargo entre bostezos. La calle Colón vuelve a ser la calle Colón, y las tiendas del barrio dejan de esconderse tras persianas de hojalata de todos los colores.Vuelven las series a la tele y la normalidad a los horarios de autobuses. En otras palabras: vuelve la rutina, y nos preparamos silenciosamente para maldecirla durante todos los días del año. 

El viento cambia. Aún hace calor, pero su soplo es ahora algo más fresco y estremecedor a final de la tarde y al amanecer. El foulard ya no sobra por las noches (aunque a mí no me sobra nunca), y, de vez en cuando, una breve y aparatosa tormenta se convierte en el presagio de eso que tanto nos cuesta asumir y suena en nuestra cabeza bajo los acordes de la canción de Amaral: no quedan días de verano.

Llega septiembre, ese mes que, en el calendario oficial, es aún veraniego pero, en la práctica, no tiene nada de estival. Me gusta septiembre aunque se acabe el verano, porque es un mes nuevo, como un segundo año nuevo. La vuelta a las clases o al trabajo es la excusa perfecta para renovar vestuario (y actitud). 

Este año, septiembre me da un poco de miedo. No habrá clases, ni trabajo más allá del día 30. Tampoco sé qué excusa ponerme a mí misma para comprarme ropa nueva. El futuro se prevé incierto: muchas ideas y poco dinero en mí caso. Poco de todo en el caso del Estado, cuyo gobierno languidece a esperas de un cambio político en las próximas elecciones más que seguro que, por cierto, también me da mucho mucho miedo. 

Se avecinan cambios para este otoño y, por primera vez en mucho tiempo, desearía que la más plomiza de las rutinas cayera sobre mis días en los próximos meses para no enfrentarme a la incertidumbre total que me acecha.


domingo, 28 de agosto de 2011

Al otro lado

La niña abrió la pequeña puerta de madera hinchada por la humedad y sintió el golpe del aire frío de las montañas. Descendió un par de escalones para tener mejor perspectiva y miró alrededor. Había parado de llover pero las nubes no se habían disipado ni lo más mínimo. El cielo era una bóveda gris impenetrable de la que provenía un rumor incesante y amenazador que indicaba que la tormenta no había terminado. 

La niña comprobó desde el umbral de la puerta cómo el suelo se había convertido en un charco gigantesco que rodeaba la casa por los cuatro costados. Había llovido sólo un par de horas, pero con tal furia, que la maleza que crecía más allá del jardín de la casa había adquirido un aspecto mustio y lánguido. El ambiente estaba cargado de pesada humedad, y una densa niebla enturbiaba el inigualable paisaje montañoso.

Rodeó la casa por el porche lateral y observó las montañas que se alzaban hacia el sur. Eran altas pero de líneas suaves, y estaban cubiertas de arbustos, pinos y algarrobos. Le gustaba mirar en aquella dirección y perderse en la inmensidad del paisaje. El horizonte le parecía lejano y el terreno que se extendía ante sus ojos, inabarcable. Aquello le daba seguridad. 

Sin embargo, no le gustaba la parte norte de la casa, la que quedaba justo delante de la entrada principal. A unos diez metros de la casa se extendía una muralla de cristal que parecía ser interminable. Partía del suelo y se alzaba a miles y miles de metros de altitud, tantos que la niña no conseguía ver el final, si es que lo había. A lo largo, tampoco se adivinaba el fin de la muralla, por ninguno de sus extremos. Alguna vez había intentado comprobar hasta dónde llegaba, pero siempre se cansaba antes de que pudiera atisbar el final, y acababa volviendo a casa decepcionada. El muro tampoco podía romperse o demolerse de ninguna manera. Era duro como el acero y, a la vez, parecía frágil y cristalino. En los días de sol, la niña podía verse reflejada en él, aunque jamás había logrado observar lo que había detrás.

Alentada por el espíritu aventurero que le inspiraban las tormentas, aquella tarde decidió acercarse de nuevo al muro de cristal. Incluso antes de llegar a él, se percató de que algo había cambiado en su aspecto. Parecía más transparente que nunca, y su temperatura era muy elevada. La niña pudo sentir el calor que emanaba a unos metros de distancia. No sabía lo que había cambiado para que el muro ahora pareciera distinto, y sintió cierta inquietud que aplacó con grandes dosis de curiosidad. Se aproximó al muro con cuidado, e hizo acopio de todo su valor cuando extendió la mano y rozó con la punta de los dedos el humeante cristal. Sus diminutos dedos se hundieron en una masa espesa y gaseosa, como la propia niebla, ante la mirada atónita de la niña. Parecía como si el muro se estuviese evaporando por momentos. 

Fue entonces cuando lo oyó: alto y claro, como si alguien estuviera justo al otro lado de la muralla:

- Mamá, hay una niña en el cuadro.

La niña no entendió muy bien que significaba eso. ¿Podía verle el dueño de esa voz suave y aniñada? ¿Pero por qué hablaba de un cuadro?

- ¿Qué niña? No hay ninguna... uy... - oyó balbucear a una voz que parecía más adulta. Qué extraño...

Ese día no volvió a escuchar nada más, a pesar de que permaneció junto al muro durante mucho más tiempo, por si averiguaba algo o volvían las voces.

Los días siguientes siguió lloviendo. La niña observó con perplejidad la progresión del muro, que cada vez era más transparentoso y parecía más débil. Era cómo si desde aquel día en que el niño del otro lado del muro la había visto, éste hubiese empezado a desparecer. Entonces empezó a ver sombras, cada día más y más clara. Al principio eran sólo borrones de colores, pero luego empezó a vislumbrar siluetas, y las voces fueron haciéndose cada vez más claras, aunque la niña podía distinguir algo de inquietud en ellas. Estaba claro: los habitantes del otro lado del muro podían verla, aunque no sabía si la escuchaban como ella a ellos. 

- Otra vez la niña, mamá.. me da miedo.

La niña no entendía por qué le tenían miedo. Era sólo eso, una niña y, además, jamás podía franquear el muro de cristal, que aunque cada vez más debilitado y gaseoso, continuaba siendo impenetrable en su totalidad. 

Pasaron lluviosos días y la niña lo fue viendo cada vez más claro: no sabía el motivo, pero no les gustaba a los habitantes del otro lado del muro. Un día, contempló desolada como el muro había cambiado de nuevo. Volvía a ser opaco y duro, aunque de un color oscuro, a diferencia de como era antes. Era como si alguien hubiese extendido sobre él una capa de pintura negra. Ya no oía voces: los habitantes del otro lado del muro parecían haberse esfumado.

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En un contenedor maloliente de un barrio cualquiera de la ciudad, un enorme cuadro destacaba entre los desperdicios. Tenía un bonito marco de color dorado que parecía pintado a mano a juzgar por las múltiples direcciones de las pinceladas. La lámina mostraba un sombrío aunque majestuoso paisaje. Una casa de piedra y tejados de madera perdida entre un montón de montañas altas pero de líneas suaves. Era una escena de lluvia: el suelo estaba completamente encharcado y las hierbas estaban aplastadas por el peso del agua. En el balcón de la casa, una niña de aspecto melancólico y mirada perdida oteaba el horizonte.




miércoles, 24 de agosto de 2011

Noelia

Noelia es despistada como ella sola. Olvida sus tareas, algunas citas y hasta su propio cumpleaños sería capaz de olvidar. Siempre me he imaginado su cabeza como un hervidero de ideas: planes que le gustaría hacer y a veces no hace, preocupaciones por personas que no las merecen y ocurrencias maravillosamente absurdas que nadie más pensaría. Un lugar lleno de ruido, abarrotado de pensamientos, un caos donde ella, milagrosamente, encuentra el orden y la paz. 

Milagrosamente también, Noelia siempre encuentra un instante para regalarle a alguien cercano, alguien a quién hacerle sentir bien. Una observación tonta ("¿te has dado cuenta de...?", "¿nunca has pensado en...?"), una anécdota imposible ("a qué no sabes lo que me ha pasado?"), o simplemente una conversación cualquiera que arrancaría una sonrisa a un muerto.

Noelia es pura alegría sin histrionismo. Es feliz y punto. No revolotea, no presume. No lo necesita. Noelia encuentra la felicidad en las cosas pequeñas: una obra de teatro, una exposición de pintura, una canción inspiradora. Noelia ama el arte, y aunque se resista a reconocerlo, el arte la ama a ella también. 

Noelia es fuerte y valiente. Una todoterreno que esconde sus incomprensibles inseguridades detrás de un poderoso físico y una melena de leona con la que a veces no sabe qué hacer. Se la recoge en una coleta, se la retuerce con un lápiz, se enrosca mechones con las manos. Todo en la misma hora y media de soporífera clase. La misma clase en la que es capaz de echar una cabezada de dos minutos con el cuello erguido para despertarse súbitamente y confesarte -y lo dice en serio- que incluso le ha dado tiempo a soñar. 

Dicen que todos tenemos un niño dentro. Noelia tiene una niña fuera. En la mirada, siempre chispeante incluso si cansada, en su ademán grácil y despreocupado, en sus gestos tan espontáneos e inconfundibles: enfurruñada, divertida, triste, rabiosa, traviesa. Sí, la Noelia traviesa es la que más gusta. La que te roba la tapa de un boli y te la devuelve mordisqueada e inservible, la que te rasga un trozo de tus apuntes, la que te da un pellizco que es simplemente un "me gusta estar contigo", la que te saca de quicio haciéndote la burla, jugando con tu oreja o rayándote el brazo.

Noelia no habla si no tiene nada que decir, y con ella los silencios no son incómodos sino un lugar agradable donde instalarse un rato. 

Noelia me ha regalado su arte a veces, que cuelga de las paredes de mi habitación, y su amistad siempre, que conservo como el más preciado de los obsequios. Yo, a cambio, le regalo estas líneas para desearle el más feliz de los cumpleaños.

:)


lunes, 1 de agosto de 2011

Agosto

Las noticias de hoy han dicho que trabajar en agosto será un placer para los pocos pringados que nos quedamos vigilando la ciudad en el mes vacacional por excelencia. No habrá casi tráfico: autobuses, coches y taxis andarán a la velocidad de la luz por las avenidas semidesiertas de persianas bajadas e inusual silencio. Nos costará menos ir a trabajar, un lujazo, oiga. Porque todo lo demás son, sin duda, menudencias. 

Soportar un sol de justicia en el trayecto de casa a la parada de autobús no es para tanto. Es el mismo sol que dora las pieles de millones de españoles tumbados inertes a lo largo de miles de kilómetros de playa, tostándose hasta límites cancerígenos y rebozados de arena cuál calamares. 

Tampoco hay que quejarse por aguantar al jefe. Los que se van de vacaciones, a quién tienen que aguantar es a la familia. Niños, padres, suegros, cuñados. Comidas interminables seguidas de sobremesas soporíferas en las que cualquier miembro de esa, nuestra adorada familia, trata en vano de centrar nuestra atención. En vano, insisto, pues todo nuestro torrente sanguíneo se traslada durante los días de vacaciones a nuestro estómago, uno de los órganos más importantes para sobrevivir en agosto, relegando el cerebro a un órgano secundario.

Para qué quejarse de la rutina y la monotonía del trabajo, esa que, dentro de unos pocos días, echarán de menos muchos de los que hoy parten emocionados a sus distintos destinos vacacionales. Al final, la playa, la fiesta, las copiosas comidas y las excursiones, acaban convirtiéndose en la nueva rutina. Y puestos a elegir, más vale conocido... 

Total, que para qué quejarse de quedarse en casa en agosto. Yo, en particular, no cambio mi mesa de la redacción por ningún chiringuito de playa. El aire acondicionado que me seca la garganta me mantiene mas fresca aún si cabe que la brisa marina, inocua para la salud pero nefasta para mi pelo. Estoy más blanca que la pared, pero no tengo marcas de bikini y no sé lo que es pasar calor en una playa que parece una lata de sardinas. Y además, me ahorro las grotescas vistas de ennegrecidos cuerpos deformes, arrugados y fofos aceitosos por la crema bronceadora y al límite de la autocombustión. Y lo mejor: este año doy esquinazo a la peor parte de las vacaciones: la vuelta al trabajo.

Y aunque todo lo que precede a esta frase suena a autocompasión más de lo que me gustaría, prefiero pensar así y comerme agosto de un bocado, que dejar que agosto se me coma a mí. ¡Feliz mes! :)