domingo, 28 de agosto de 2011

Al otro lado

La niña abrió la pequeña puerta de madera hinchada por la humedad y sintió el golpe del aire frío de las montañas. Descendió un par de escalones para tener mejor perspectiva y miró alrededor. Había parado de llover pero las nubes no se habían disipado ni lo más mínimo. El cielo era una bóveda gris impenetrable de la que provenía un rumor incesante y amenazador que indicaba que la tormenta no había terminado. 

La niña comprobó desde el umbral de la puerta cómo el suelo se había convertido en un charco gigantesco que rodeaba la casa por los cuatro costados. Había llovido sólo un par de horas, pero con tal furia, que la maleza que crecía más allá del jardín de la casa había adquirido un aspecto mustio y lánguido. El ambiente estaba cargado de pesada humedad, y una densa niebla enturbiaba el inigualable paisaje montañoso.

Rodeó la casa por el porche lateral y observó las montañas que se alzaban hacia el sur. Eran altas pero de líneas suaves, y estaban cubiertas de arbustos, pinos y algarrobos. Le gustaba mirar en aquella dirección y perderse en la inmensidad del paisaje. El horizonte le parecía lejano y el terreno que se extendía ante sus ojos, inabarcable. Aquello le daba seguridad. 

Sin embargo, no le gustaba la parte norte de la casa, la que quedaba justo delante de la entrada principal. A unos diez metros de la casa se extendía una muralla de cristal que parecía ser interminable. Partía del suelo y se alzaba a miles y miles de metros de altitud, tantos que la niña no conseguía ver el final, si es que lo había. A lo largo, tampoco se adivinaba el fin de la muralla, por ninguno de sus extremos. Alguna vez había intentado comprobar hasta dónde llegaba, pero siempre se cansaba antes de que pudiera atisbar el final, y acababa volviendo a casa decepcionada. El muro tampoco podía romperse o demolerse de ninguna manera. Era duro como el acero y, a la vez, parecía frágil y cristalino. En los días de sol, la niña podía verse reflejada en él, aunque jamás había logrado observar lo que había detrás.

Alentada por el espíritu aventurero que le inspiraban las tormentas, aquella tarde decidió acercarse de nuevo al muro de cristal. Incluso antes de llegar a él, se percató de que algo había cambiado en su aspecto. Parecía más transparente que nunca, y su temperatura era muy elevada. La niña pudo sentir el calor que emanaba a unos metros de distancia. No sabía lo que había cambiado para que el muro ahora pareciera distinto, y sintió cierta inquietud que aplacó con grandes dosis de curiosidad. Se aproximó al muro con cuidado, e hizo acopio de todo su valor cuando extendió la mano y rozó con la punta de los dedos el humeante cristal. Sus diminutos dedos se hundieron en una masa espesa y gaseosa, como la propia niebla, ante la mirada atónita de la niña. Parecía como si el muro se estuviese evaporando por momentos. 

Fue entonces cuando lo oyó: alto y claro, como si alguien estuviera justo al otro lado de la muralla:

- Mamá, hay una niña en el cuadro.

La niña no entendió muy bien que significaba eso. ¿Podía verle el dueño de esa voz suave y aniñada? ¿Pero por qué hablaba de un cuadro?

- ¿Qué niña? No hay ninguna... uy... - oyó balbucear a una voz que parecía más adulta. Qué extraño...

Ese día no volvió a escuchar nada más, a pesar de que permaneció junto al muro durante mucho más tiempo, por si averiguaba algo o volvían las voces.

Los días siguientes siguió lloviendo. La niña observó con perplejidad la progresión del muro, que cada vez era más transparentoso y parecía más débil. Era cómo si desde aquel día en que el niño del otro lado del muro la había visto, éste hubiese empezado a desparecer. Entonces empezó a ver sombras, cada día más y más clara. Al principio eran sólo borrones de colores, pero luego empezó a vislumbrar siluetas, y las voces fueron haciéndose cada vez más claras, aunque la niña podía distinguir algo de inquietud en ellas. Estaba claro: los habitantes del otro lado del muro podían verla, aunque no sabía si la escuchaban como ella a ellos. 

- Otra vez la niña, mamá.. me da miedo.

La niña no entendía por qué le tenían miedo. Era sólo eso, una niña y, además, jamás podía franquear el muro de cristal, que aunque cada vez más debilitado y gaseoso, continuaba siendo impenetrable en su totalidad. 

Pasaron lluviosos días y la niña lo fue viendo cada vez más claro: no sabía el motivo, pero no les gustaba a los habitantes del otro lado del muro. Un día, contempló desolada como el muro había cambiado de nuevo. Volvía a ser opaco y duro, aunque de un color oscuro, a diferencia de como era antes. Era como si alguien hubiese extendido sobre él una capa de pintura negra. Ya no oía voces: los habitantes del otro lado del muro parecían haberse esfumado.

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------

En un contenedor maloliente de un barrio cualquiera de la ciudad, un enorme cuadro destacaba entre los desperdicios. Tenía un bonito marco de color dorado que parecía pintado a mano a juzgar por las múltiples direcciones de las pinceladas. La lámina mostraba un sombrío aunque majestuoso paisaje. Una casa de piedra y tejados de madera perdida entre un montón de montañas altas pero de líneas suaves. Era una escena de lluvia: el suelo estaba completamente encharcado y las hierbas estaban aplastadas por el peso del agua. En el balcón de la casa, una niña de aspecto melancólico y mirada perdida oteaba el horizonte.




1 comentario: