El olor a papel nuevo, o mejor aún, viejo y polvoriento. El tacto áspero de las hojas. Las esquinas dobladas que indican parones imprescindibles en futuras re-lecturas. Lo bien que quedan en cualquier sitio: encima de la mesita de noche junto a las gafas, al lado de una infusión calentita, esperando ordenadamente en la estantería, o sobre la cama, entre las sábanas.
Esa impagable sensación de aislamiento, de perder voluntariamente la noción del espacio-tiempo. De zambullirte en personajes, lugares, historias... Vivas imágenes mentales que las ocasionales versiones cinematográficas se encargan de mancillar.
Los libros. La lectura. Leer (escribir). Imaginar. Pensar (o dejar de pensar). Creer. Replantear. Aprender. Descubrir. Todo esto y mucho más es para mí un tomo de páginas grapadas, recogidas entre dos tapas. Todo lo que te haga evadirte, ganar algo que no tenías cuando empezaste a leer.
Cuando aún no alcanzaba una década de edad, descubrí que me gustaba leer gracias a Amelia Jane, una traviesa muñeca y el resto de amigos juguetes que cobraban vida cuando nadie miraba. Algo así como un Toy Story antiguo, pero con mucho más encanto. Luego, un Barco de Vapor me condujo por cientos de caminos con sus historias: sus Lúas, sus Susi y Paul, sus fábricas de nubes y su inventor de mamás. Entonces era poco más que una forma de diversión. Pero, ¿qué es si no la lectura?
Que sí, que me encantó descubrir a Neruda, sus 20 poemas de amor y su canción desesperada, cuando apenas contaba 15 primaveras. Tanto, que hoy sigue siendo uno de mis libros favoritos. Nunca le he visto la gracia, lo confieso, al Quijote ni al Lazarillo (y ahora podéis matarme). Me fascinó descubrir la imprescindible versión de África de Kapuscinski en Ébano, ya bien crecidita en la facultad. Y aprendí mucho sobre lo que es de verdad el periodismo con Riebenbauer y Georg Heinz.
Pero los mejores momentos cerca de un libro los pasé con los misterios de los best sellers de Mary Higgins Clark o Carlos Ruiz Zafón. Con el Caballero de la Armadura Oxidada, que inauguré en 1º de la ESO, y he entendido por fin ahora, con casi un cuarto de siglo a mis espalditas. Muriendo de miedo con la colección Pesadillas y de risa con El Pequeño Vampiro. Secando mis lágrimas en mi Libro de las buenas noches, que siempre me saca una sonrisa. Y tantos, tantos otros tomos, más o menos importantes, algunos de escasa calidad literaria, que me han hecho reír, llorar y divertirme.
Hoy va por esas pequeñas grandes historias que hacen que seamos como somos, que algún día nos arrancaron una sonrisa, y que aún recordamos con cariño.