martes, 11 de septiembre de 2012

Diques y palos

Nunca creyó que se pudiera sentir tanto dolor. En el pecho, en los ojos hinchados, en las manos vacías, en el alma maltrecha. Con su adolescencia a cuestas, tenía mil preguntas y una certeza. Eso era lo que la gente llamaba amor. "Pues menuda mierda", resonaba en su cabeza, que no podía aún entender cómo un mismo sentimiento podía hacerte tan tan feliz un día, y tan a dos mil metros bajo tierra, al siguiente.

Pero siguió andando. Porque le habían enseñado, o así había nacido, que rendirse no era una opción. Y que la sonrisa nunca, por nada del mundo, podía borrarse del rostro de una persona valiente. Y ella era valiente. Y lo hizo. Camino y reculó mil veces. Y volvió a creer y a descreer. Y murió y renació. Y así hasta que ya no quedó cuerda de la que tirar, o al menos eso creía ella entonces. Y un mundo nuevo se abrió ante tus ojos. Un bendito anonimato de aularios de sillas de colores, clases enormes con gradas de madera, colas eternas ante la fotocopiadora. El olvido llegó por fin y barrió recuerdos debajo de una alfombra vieja. 

Quién le iba a decir (mentira... un susurro puñetero se lo repetía de vez en cuando como un delirio transitorio que siempre terminaba por esfumarse), que algún día levantaría aquella alfombra con curiosidad y terror a partes iguales. Cómo iba a saber ella (y sin embargo, de alguna forma lo sabía), que la historia interminable que terminó, no había terminado del todo. En realidad, no había terminado en nada. Aquello sólo había sido un necesario punto y aparte para coger aire. Muchos años y meses de tregua para, después, volver a perderse en la misma mirada y sentir exactamente lo mismo. Que no había nada que pudiera hacer para zafarse de un amor tan tan tan grande que ni ella misma entendía. Y que ahora ya no era traumático, ya no le hacía daño (la mayoría del tiempo), y que, sin embargo, el cruel destino se empeñaba en ralentizar de nuevo. Como un dique en el mar o un palo en la rueda.

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