lunes, 11 de julio de 2011

El monstruo rojo

Se había acostumbrado a vivir con él, a tenerlo en su vida a ratos. A veces estaba, a veces se iba, sólo para reaparecer después. Se presentaba bajo diversas formas. Podía ser una mala noticia, una decepción, un deseo incumplido. Era una y mil cosas a la vez. Un monstruo rojo, como le gustaba que le llamaran, que se alimentaba de lo mismo de lo que estaba hecho, de miedo, desesperanza, inseguridad o dolor, y que se deshacía como una figura de arena en medio de un vendaval con tan sólo una sonrisa sincera.

No siempre había formado parte de su vida. Llegó un buen día, cuando los problemas empezaron a ir más allá de un intercambio de cromos injusto o una pelea absurda hecha y desecha con el verbo "ajuntar". Llegó para quedarse. Lo recordaba en muchos momentos de su vida. En aquel examen tan importante se escondió bajo el pupitre de la profesora. En su primer día de trabajo, el monstruo rojo la acompañó de la mano, aunque finalmente consiguió dejarle fuera. Y no sólo estaba en los grandes momentos, también en el dia a día. Se colaba en cualquier conversación para lanzar su mensaje de duda y sembrar la discordia.

Poco a poco empezó a asimilar que el monstruo rojo no se iría fácilmente. Quizá no se iría nunca. Pero entendió, también, que el mérito estaba en conseguir ignorarle. Así, empezó a soltarse de su mano cuando se empeñaba en acompañarle, consiguió gritar aún más fuerte que él para hacerse oir, fue capaz de apartar la vista cuando lo veía detrás de cualquier esquina, esperándola para hacerle tropezar. Y cuanto más ignoraba al monstruo, más debilitado parecía éste. Empezaron a pasar días enteros en los que no aparecía. A veces, aprovechando sus horas más bajas, el monstruo la tentaba de nuevo. Para que se equivocara, para que temiera, para que se sintiera incapaz. Y aunque a veces aún le dejaba hacer y deshacer, cada vez era menor su poder sobre ella. 

El monstruo rojo empezó a apagarse, a perder color y brillo. Pero siempre acababa volviendo, oscuro y opaco, como un inquietante recordatorio. Y entonces lo comprendió. Él siempre estaría con ella, esperando cualquier tropiezo para alimentarse y encenderse de nuevo. La clave era nunca más darle luz. Mantener su estela apagada. Entendió que la vida sin él no tenía sentido. Sólo teniendo un monstruo rojo en su vida, podía entender el significado del éxito, la felicidad, la confianza, el amor. 

Y en la antítesis, en el eterno blanco y negro, encontró la respuesta que siempre había estado buscando. Que el sentido de la vida está en la dualidad. Que no hay cielo sin infierno, no hay amor sin odio, ni felicidad sin desgracia. Que para entender la virtud, hay que empezar mirando el defecto. Que para ser feliz, es necesario haber conocido la tristeza.

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