miércoles, 22 de agosto de 2012

Cuchillazos hipotéticos

Hoy me atrevo a decir que el miedo es el peor sentimiento del mundo. Lo más desagradable, paralizante, desmotivador y poderosamente irracional que uno puede sentir es miedo.

Y no me refiero al miedo de los animales, el instinto de supervivencia, el del ciervo instantes antes de ser devorado por el león. El de la integridad física amenazada. 

Hablo de otro miedo más absurdo. El que azota al alma, a los sentimientos. El miedo a la pérdida, al dolor, al sufrimiento. Siempre he imaginado al miedo como algo líquido, o incluso gaseoso, que aunque proviene de algo muy concreto, es capaz de derramarse y fluir rápidamente por nuestros pensamientos a una velocidad pasmosa. 

Me atrevo también a decir que todos hemos sentido alguna vez ese tipo de miedo. A la soledad, en abstracto, pero también a la pérdida de personas concretas. Personas que llegaron un día a nuestra vida, que antes no estaban y a las que no echábamos de menos. Gente que no nos hacía falta porque no la conocíamos. No eran. Al menos, no en nuestra vida. 

Y de repente un día están ahí, y son el eje de tu vida, una o varias patas de tu mesa. Ni siquiera te das cuenta de cómo sucede, pero cuando quieres buscar una explicación, ya es tarde. Porque el miedo a perderle/la te paraliza, te aterra. Y al mismo tiempo, esa idea que ni siquiera te atreves a pensar, marea en tu cabeza. Y cuanto más lo piensas, más lo piensas, y lo piensas más aún. Es como una especie de masoquismo, un salmo que invocas para tus adentros y que viene a decir algo así como "no te confíes tanto, te puede abandonar, te puede hacer daño, y dolerá, dolerá mucho". Y crees, ingenua de ti, que el simple hecho de pensarlo, te prevendrá para el hipotético cuchillazo. Pero en el fondo, sabes que no es así.

Y es que el miedo es mucho peor que el egoísmo, los celos, la inseguridad, la cobardía... O mejor dicho, el miedo es el origen de todos estos. Es el principio activo de toda disfunción emocional. Y qué absurdo es, sin embargo, que ese mismo sentimiento nos prive muchas veces de alcanzar la verdadera felicidad. 

Nos queda pues, hacerle el vacío a la voz del miedo. No escucharla, siempre que creamos que el "hipotético cuchillazo" valdría la pena. Siempre que el potencial "perdido" o "perdida", valga la pena, si es que alguien merece ser el causante del sufrimiento ajeno. ¿Qué nos queda si no? Confiar, relegar los temores hasta el momento en que se tornen en reales. Será entonces cuando la voz del miedo vuelva, más fuerte que nunca, para decir esa frase de tan mal gusto: te lo dije. Y a pesar de su victoria, todo volverá a empezar e, irremediablemente, el miedo volverá a ceder ante la ilusión, la esperanza y el amor. Porque el tiempo todo lo cura y no hay mal que cien años dure.