viernes, 25 de octubre de 2013

Nudos

Hay nudos de cordones de zapatillas, esas que me calzo para correr más rápido. Tanto, tanto, tanto, que quizá hasta pueda adelantarme a mí misma. 

Hay nudos en el estómago que me nacen en el corazón y que, en el peor de los casos, se las arreglan para trepar hasta mi garganta y quebrarme la voz. 

Hay nudos de corbata que deshago con la torpeza temblorosa de mis manos para liberar ese cuello ajeno por el que late el pulso que marca mis segundos, minutos y horas. 

Hay nudos de carretera: carriles que vienen y van y sólo a veces vuelven. 

Hay nudos, mil nudos de mar, que me separan de un nuevo lugar. La Tierra Prometida a donde he de llegar, "viento en popa a toda vela", para transformar el intrincado nudo de esta historia en un feliz desenlace.

Hay nudos, me enseñó mi abuela, que sirven para guardar recordatorios en pañuelos de tela. Es importante no olvidarte de deshacerlos a medida que vas cumpliendo con las tareas. De no ser así, tu vida, quiero decir... tu pañuelo, perdón, terminará por tornarse enrevesado, pesado e inútil. Eso es lo mejor que tienen los nudos, que sabes desde el principio qué tienes que hacer con ellos, sean nudos sencillos o de esos con gran lazada que tratan de enmascarar su realidad.

Los nudos truncan caminos. Paran la marcha. Aminoran el ritmo. Pero también hay nudos de donde, por increíble que parezca, brota la vida. Exactamente así se llama el lugar preciso donde el tronco de un árbol se convierte en rama, y luego en hojas, y luego en flores y, finalmente, en frutos.

Porque siempre hay dos (yo diría que más) caras en una moneda. Porque no hay blanco sin negro, ni soluciones sin problemas. Y viceversa. Porque a veces la calma la encontraremos dentro, y no después de la tempestad. Porque a veces, sólo a veces, es tan fácil como tirar de un hilo para deshacer un nudo. 

Sólo hay que aflojarse los cordones, aclararse la garganta (y las ideas) y ponerse su corbata a modo de liga, porque hay que conservar en alguna parte los recuerdos de los buenos momentos. Pisar a fondo el acelerador y girar de golpe cuando el corazón lo mande. No perder de vista el timón y atar al mástil el pañuelo ondeante. Libre de trabas, lleno de vida. 







miércoles, 16 de octubre de 2013

1.385.423

He contado tantas veces nuestra historia que ya no sé si me la invento. Ya no distingo mis recuerdos reales de las imágenes creadas y recreadas mil veces en mi cabeza. Ahora pienso... ¿Y si me hubiera equivocado tan sólo en un pequeño detalle la primera vez que lo recordé? Después vendría la segunda, la tercera, la décima, la quinientas, la un millón trescientas ochenta y cinco mil cuatrocientas veintitrés. Y hoy, esa mentira casual, inocente, quizá favorable o quizá no, se habría convertido en la verdad. ¿Es cierto que me dijiste que me querías? ¿Supo así de bien ese primer beso? ¿Estaba tan nerviosa aquel día en la playa? ¿Llegué a odiarte, a sentir de verdad toda esa amargura?

No sé. Ya no distingo tu voz de mi propia voz contándolo a los demás, pero sobretodo, contándomelo a mí misma. Al final y al cabo, eso es lo que soy: una contadora de historias, y mi destino ya estaba escrito entonces. Cada vez que lo pensaba, que pensaba en ti, me contaba esa historia. Tan romántica, tan maravillosa, tan enorme, tan divina y tan poco terrenal. Tan horrible, tan incierta, tan cruel, tan... dolor. 

Mis libretas están llenas de esas historias. Las escribí entonces. No a tiempo real, claro, pero... ¿cómo iba a olvidar lo suave que era tu piel en tan sólo unas horas? ¿Cómo iba a inventarme el dolor que certifican los manchurrones emborronados de tinta? Era mi historia y así la conté.

Puede... Puede que sólo haya una manera de vivir, y sea viviendo el momento. Puede que en el preciso instante en que pasa un instante, todo lo que venga detrás lo desvirtúe. Los pensamientos propios, los comentarios ajenos. La vida que sigue y no espera a nadie ni a nada. Puede que sólo estemos realmente vivos cuando actuamos: cuando besamos, cuando reímos, cuando lloramos, cuando somos nosotros, aquí y ahora. 

Puede que el recuerdo como los sueños, como una trampa, a veces necesaria, para apartarnos de ciertas cosas. Para envenenarnos si salió mal o para endiosarnos si salió bien. Los recuerdos son importantes, nos configuran, nos dignifican. Pero es importante no refugiarnos ni confiar demasiado en ellos. Puede, tan sólo puede, que todo empezara con un pequeño detalle equivocado repetido un millón trescientas ochenta y cinco mil cuatrocientas veintitrés veces.