domingo, 28 de julio de 2013

Veinticinco veintisietes


Y allí estaba yo, frente a mi primera tarta de cumpleaños. Ajena a quién la había comprado, ajena a qué era una tarta y a qué significaba cumplir años (año, mejor dicho).

Con mis cuatro pelos y mis siempre incandescentes mejillas rojas. Sin saber que me iba a hacer mayor. Que cerraría los ojos un instante y me encontraría soplando 25 velas. Un cuarto de siglo. Un pestañeo intensamente feliz. A pesar de las sombras, a pesar de lo malo.

Sin saber que algún día me propondría cosas y las conseguiría. Que sería periodista. Que los que por aquel año 1988 también eran bebés desconocidos (y algunos nonatos) que llenaban de alegría sus respectivos hogares, se convertirían en grandes amigos. Que mi familia cambiaría pero nunca me abandonaría.

No sabía tampoco que me enamoraría, ni que hay personas que lo cambian todo.

Cómo iba yo a saber que me gustaría el arte, que me darían miedo las atracciones de feria o que aborrecería el marisco. Que mi helado favorito sería el de turrón y luego el de vainilla. Que llegarían Lucky, Romi y los demás pequeños miembros de la familia. Que nunca aprendería a montar en bici y que mi película favorita sería Aladdín.

Tampoco supe entonces, frente a esa única vela en mi primera tarta, que tendría mucha suerte en la vida. Que tendría libertad y amor.

Y es que con el tiempo no sólo me creció el pelo. Crecieron las ideas, la familia, los amigos. Las risas, los momentos, las fiestas, las fotos, los abrazos y los besos. Las mascotas, las películas, los libros y las tartas.

25 veintisietes. 25 tartas. 25 gracias.

lunes, 22 de julio de 2013

Lo que es

La gente se enamora de las cenas a la luz de las velas. De las botellas de vino a medias, de los planes de futuro, de las flores. De las escenas, de las palabras, de las canciones, de los regalos y de los recuerdos. Y, ¿sabéis qué? Es muy duro aprender a vivir sin todas esas cosas cuando las tenías. Cuando lo tenías todo. Y ves una escena de amor por la calle y te desangras. Y apagas las velas y renuncias al vino (o lo cambias por algo más fuerte). Vetas canciones para siempre, escondes regalos y... entierras recuerdos, sin duda lo más difícil.

Pero lo más-difícil-todavía, por suerte, sólo se afronta una vez en la vida. Cuando te enamoras de lo que una persona es: su esencia, su alma, como lo queráis llamar. Cuando los artificios adornan, suman pero no restan. Y da igual el paisaje porque importan más los ojos. Dan igual las palabras porque importa más la voz. 

Cuando te enamoras de lo que es, el olvido es un insulto. No basta con esconder cosas, ni siquiera con, pasado el tiempo, compartir las velas, el vino y los recuerdos con otra persona. Aprendes que hay cosas irremplazables y que eso no es una desgracia. Que hay cosas que no vuelven y que no podemos suplir con otras cosas. Son parte para siempre de nosotros y sería un verdadero agravio tratar de impedir que así fuera.

Cuando te enamoras de lo que es, no valen ni ira ni despecho. Porque sólo con más amor se cura el amor. Acaricias tus cicatrices y sonríes, porque ése es el regalo. Enciendes las velas y sirves el vino. Desempolvas los recuerdos y, sin saber cómo, consigues que apenas duela. Ya no duele. Pero el amor hacia lo que es no desaparece, no cambia. Permanece. Aunque sepa muy bien cómo y cuándo debe ocultarse.

jueves, 18 de julio de 2013

Godzilla sobre ruedas

Sobre ruedas mola más. 

Cuando era pequeña me sentía un bicho raro por no saber ir en bicicleta. Todos los niños me miraban con los ojos abiertos como platos, igual que si les acabara de confesar que venía de Marte: "¿que no sabes montar en bici? ¿Es que no te ha enseñado tu padre?

Pues sí, mi pobre padre lo intentó. Primero con mi hermana, y luego conmigo. Y que nada, de los ruedines no pasamos. Creo que más que una cuestión de no poder fue una cuestión de no querer. Siento que vulnero alguna especie de ley sagrada o precepto universal cuando digo que... No me gusta ir en bici. Bueno, en realidad no sé si me gusta porque nunca llegué a mantener el equilibrio en ella. Pero no me hace falta saberlo.

Lo mío siempre fueron los patines. Primero los de cuatro ruedas: bota blanca con cordón rojo. Elegantes y femeninos, daban ganas de ponerse a hacer piruetas a lo "Mira quién baila". Luego los de línea, que eran más bastos, más urbanos, más de chico. Subida en ellos me sentía como una especie de Godzilla sobre ruedas que asustaba al personal con sus terribles zancadas y que podía, si quería, destrozar todo a su paso. 

Los patines cambiaron conmigo. O yo cambie con ellos, no estoy muy segura. El patinaje delicado, cauto y armonioso dio paso a un patinaje más salvaje pero también más práctico. Ya no corría en ellos por placer, corría para avanzar. 

Y corriendo y avanzando me olvidé de ellos. Me bajé de las ruedas y de alguna forma empecé a pensar que los patines eran un juguete. Y yo ya era mayor para andar jugando. 

Craso error. Porque hoy, demasiados años después, me he vuelto a subir a unas ruedas y me he vuelto a sentir Godzilla. Poderosa sobre todo y sobre todos. Libre, feliz, veloz. Sobre todo veloz. Como si al avanzar más rápido dejara atrás todas esas cosas que me pesan tanto, tantísimo. Y por unos minutos, en realidad, así ha sido.

Que tiemble Valencia porque... Godzilla ha vuelto :).



miércoles, 17 de julio de 2013

Oda de muerte al Whatsapp

Te odio. Te odio mucho. A tu iconito verde por no aparecer cuando lo esperas y dejar ese hueco vacío en la barra de herramientas que te deja rota. Al sonidito perfora-tímpanos que indica que alguien requiere tu ciberpresencia (las probabilidades de que ese alguien sea quien tú esperas son inversamente proporcionales a las ganas con que lo esperas). No sé qué tono odio más: si el clásico y aburrido "pi-pi", el desenfadado vibrato que parece cantarte alegremente al oído: "idiota, no es él/ella", o el silbidito que está más visto que el tebeo y me saca de quicio el 90% de las veces que lo oigo por la calle.

Te odio Whatsapp. A ti y a tus "últimas conexiones" que son la causa a diario de miles de millones de rallazos innecesarios en todo el planeta. "¿Por qué se ha conectado después de decirme que se iba a dormir?" "¿Por qué se ha conectado y no me ha hablado a mí?" Y lo que es peor y motivo de depresión instantánea: "¿Por qué no me contesta si está en línea?".



Pues PORQUE NO (voz de ultratumba ON). Igual está meando, comprando el pan mientras hace peripecias sujetando el móvil con una mano y las llaves, la barra y el periódico con la otra (basado en un caso real), o simplemente tiene algo más interesante/inteligente que hacer que contestar a tu ingenioso mensaje consistente en una carita sonrojada.

Y es que aquí viene lo que más odio de ti, demonio verde hecho App. Tus iconos. Odio el pulgar hacia arriba que te endosan cuando no quieren hablar contigo y que en la vida real vendría a ser algo así como un "que sí, que sí, lo que tu digas, morena". Odio los emoticonos. TODOS. El de la lengua fuera (puaj), el del ojito guiñado que parece que le ha dado un ictus, el que se pone timidín y es utilizado para suavizar tiradas de caña monumentales de esos grandes y expertos depredadores del amor que han hecho del Whats su mejor aliado de ligue (o eso piensan ellos). Sólo se salva el icono de las gemelitas bailando el bañador (WTF?) porque es tan absurdo que hace risa, y quizá, porque es muy socorrida, la mierda que sonríe. 

Por todo lo demás, gracias Whatsapp por mantenernos entretenidos con chats insulsos que mueren a los dos segundos de empezar, conversaciones absurdas de grupos que no te dejan ni mear tranquila. Por darle, en general, chispa a esos ratos vacíos que antes pasábamos mirando por la ventana y ahora pasamos enfrascados en tu ventana.

Y sí, te seguiré usando porque no hacerlo me convertiría en una marginada social e iría en perjuicio de mi economía. Y sí, te seguiré haciendo caso porque actúas como una puñetera droga, la dopamina de la tecnología, sí, señor. Pero te odio. Te odio y mucho. 


Los sprints son para el final

Unas veces se gana, otras se aprende. 

Supongo que no se puede ganar y aprender al mismo tiempo. Ganar es conformarse, pararse, llegar a la cima de la montaña y disfrutar contemplando el paisaje. 

Pero cuando pierdes, caes. Te tropiezas, pierdes el equilibrio y acabas en la cuneta más maloliente y oscura de todas las cunetas. En el mejor de los casos podrás levantarte raudo y veloz poniendo tu mejor cara de "aquí-no-ha-pasado-nada", aunque vaya si pasa. En el peor, la fuerza y el equilibrio jugarán contigo al escondite por un tiempo indeterminado, dejándote retozando en el suelo como un bebé asustado que se tapa los ojos para no ver. Para que no le vean. 

Pero la carrera empieza precisamente ahí: en el suelo, en el fango. Ciega, perdida y caída. Es como volver a aprender a andar, eso sí, esta vez sin padres que te siguen con brazos protectores a modo de barrera. Esta vez estas sola ante el peligro. Levantarás la vista, y esa será la primera señal de que la acción esta cerca. Verás como la gente te adelanta corriendo y tú... tú ni siquiera te habrás atado bien los cordones de las zapatillas. Pero sí, la carrera habrá empezado ya, mucho antes incluso de que hayas visto la línea de salida. Mucho antes de tener la menor intención de echar a correr. 

Asúmelo. Te vas a tropezar miles de veces por el camino. Tirones de gemelos, torceduras de tobillos, calambres... Y zancadillas, muchas zancadillas de tus peores adversarios: las canciones, los lugares, los olores. Los malditos recuerdos, que primero escuecen y se dulcifican conforme se acerca la línea de meta.

Meta. Todos tenemos una. El primer paso es tenerla clara. El segundo, seguir teniéndola clara. Y el tercero, y el cuarto, y el quinto... Sólo tras varios repetitivos puestos de honor, podrás empezar a calentar. A caminar. Y, por fin, a correr.



PD. Recuérdalo: los sprints son para el final. No malgastes fuerzas innecesariamente, podrías necesitarlas después.

PD 2. Lo importante no es llegar el primero. Lo importante es llegar.