viernes, 28 de septiembre de 2012

¿A quién no le gusta la lluvia?

Pues a mucha gente. Se asocia con lo gris, con la adversidad, con la melancolía y la nostalgia. La lluvia, eterna antagonista. Enemiga a muerte del sol. El sol es el amor, la lluvia el desamor. El sol es la salud, la lluvia la enfermedad. El sol es la alegría, y la lluvia la tristeza.

A mí me gusta que llueva. Me siento inspirada, especial. Ando por la calle con mi paraguas rosa y mi chaqueta recién rescatada del armario y me siento protagonista de algo. Como si el mero hecho de que caiga agua del cielo, dotara a todos los objetos, personas y escenas callejeras, de un halo especial, mágico, como de película. Cualquier calle parece de lo más vulgar cuando brilla el sol, pero cuando llueve... qué se yo. Podría ser el escenario de una preciosa historia de amor. Podría acabar de cometerse un horrible crimen. Es como si pudieras ver cualquier cosa bajo el fantasmagórico cielo gris. 

Para los que vivimos en latitudes en las que llueve poco, los días como hoy son especiales, están cargados de un "algo" que enamora, que seduce, que motiva o entristece (la lluvia para muchos es melancolía, nostalgia). Pero nunca pasa desapercibida. Se comenta y se habla de ella. "¡Vaya día más feo!" es la frase más oída en ascensores, panaderías, bares y esquinas varias. La gente luce, con la ilusión de lo recién estrenado, o con resignación a veces, botas, paraguas y chaquetas, que en el caso de los más despistados, se traducen en bolsas de supermercado en la cabeza, improvisados chubasqueros y bajos de pantalones chorreosos. 



A quién no le relaja escuchar el hipnótico ritmo de las gotas cayendo sobre la tela del paraguas. O sobre la repisa de la ventana mientras te das media vuelta en la cama, y alcanzas medio dormida la colcha arrugada abandonada a los pies del colchón. O verla desde la ventana, con una taza de algo templadito en la mano. Y fingir compasión cuando en realidad es cruel satisfacción lo que sentimos cuando vemos a los viandantes correr con carpetas y maletines sobre las cabezas. Y sentirse a salvo de la tempestad, mientras los demás andan a remojo, eso... eso sí que es inspirador en este país. Pienso en los poderosos, claro está. Que nos miran desde su atril de excepción y salvedad mientras los de siempre pagamos el pato. Pero, en fin, no divagaré más, que este post iba de lluvia, y con lluvia va a terminar. Que buena falta hace...



martes, 11 de septiembre de 2012

Diques y palos

Nunca creyó que se pudiera sentir tanto dolor. En el pecho, en los ojos hinchados, en las manos vacías, en el alma maltrecha. Con su adolescencia a cuestas, tenía mil preguntas y una certeza. Eso era lo que la gente llamaba amor. "Pues menuda mierda", resonaba en su cabeza, que no podía aún entender cómo un mismo sentimiento podía hacerte tan tan feliz un día, y tan a dos mil metros bajo tierra, al siguiente.

Pero siguió andando. Porque le habían enseñado, o así había nacido, que rendirse no era una opción. Y que la sonrisa nunca, por nada del mundo, podía borrarse del rostro de una persona valiente. Y ella era valiente. Y lo hizo. Camino y reculó mil veces. Y volvió a creer y a descreer. Y murió y renació. Y así hasta que ya no quedó cuerda de la que tirar, o al menos eso creía ella entonces. Y un mundo nuevo se abrió ante tus ojos. Un bendito anonimato de aularios de sillas de colores, clases enormes con gradas de madera, colas eternas ante la fotocopiadora. El olvido llegó por fin y barrió recuerdos debajo de una alfombra vieja. 

Quién le iba a decir (mentira... un susurro puñetero se lo repetía de vez en cuando como un delirio transitorio que siempre terminaba por esfumarse), que algún día levantaría aquella alfombra con curiosidad y terror a partes iguales. Cómo iba a saber ella (y sin embargo, de alguna forma lo sabía), que la historia interminable que terminó, no había terminado del todo. En realidad, no había terminado en nada. Aquello sólo había sido un necesario punto y aparte para coger aire. Muchos años y meses de tregua para, después, volver a perderse en la misma mirada y sentir exactamente lo mismo. Que no había nada que pudiera hacer para zafarse de un amor tan tan tan grande que ni ella misma entendía. Y que ahora ya no era traumático, ya no le hacía daño (la mayoría del tiempo), y que, sin embargo, el cruel destino se empeñaba en ralentizar de nuevo. Como un dique en el mar o un palo en la rueda.