jueves, 2 de febrero de 2012

Run, run, run

Ayer, asomada a mi balcón buscando un poco de sol, fui testigo de una entrañable escena. Un hombre, un padre. Ataviado con su mono de trabajo. Con ademán cansado, avanzaba alicaído por la acera. De repente, su mirada se iluminó. A tan solo unos metros, un grupo de personas se acercaba. De entre ellos salió una niña pequeña con un torpe y recién estrenado caminar. Su expresión también cambio al reconocer en las facciones lejanas de aquel señor a su padre. Los pasos de ella, primero lentos y dubitativos, se aceleraron alentados por los brazos abiertos de él. Pronto empezó a correr, de esa manera tan curiosa en que se aprende a correr. Simplemente te dejas llevar. Primero un paso, luego otro, poco a poco aumenta la velocidad y de repente ya no puedes parar. Y lo peor: no sabes si acabarás en los brazos de tu padre o en el suelo. Es un correr intuitivo, arriesgado, a ciegas, valiente. El miedo no existe porque apenas si te has caído un par de veces. Lo único que de verdad importa es llegar a tu objetivo. A tu destino. 

Mi mente pronto encontró en esta tierna estampa, una analogia con mi vida, con nuestras vidas. Y es que cuántas veces nos olvidamos de hacia dónde vamos, de hacia dónde queremos ir, por el temor a la caída. Cuantas veces creemos que andar es mejor que correr, y hacemos de la duda nuestra mejor aliada. Confundimos precaución con indecisión. Prudencia con cobardía. Y nos olvidamos de que no recordamos ni una de esas miles de caídas en las que terminaban nuestros primeros arranques andadores cuando éramos apenas bebés. Olvidamos que, lo único que importó de aquello, es que desde entonces no hemos parado de andar.

No olvidemos, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, correr libres, como hacíamos de niños, hasta quedarnos sin aire, sin importarnos la caída, solo el punto de llegada.


Y correré aunque me siga la muerte
llevo en la bolsa escondido un cuchillo,
para cortar de mis alas sus redes,
volar donde estés y quedarme contigo.
Y quedarme contigo!